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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

Reflexiones

florece

florece SEMANA SANTA
GABRIEL Mª OTALORA, gabriel.otalora@euskalnet.net

ECLESALIA, 30/03/10.- En estos días se celebra el misterio de todo un Dios que decide hacerse hombre como expresión máxima de cercanía y encuentro, llevando siempre la iniciativa como ejemplo y oferta de amor para todas y cada una de las personas, a las que se dirige por su nombre en los pliegues más recónditos del Yo más íntimo aprovechando los acontecimientos de la vida.

En este tiempo marcado por los escándalos de pederastia, la Buena Nueva no puede quedar eclipsada en la semana cristiana más importante del año. El ejemplo de Jesús de Nazareth nos invita con insistencia a cambiar la manera de ver a las personas y a los acontecimientos. Su mensaje de compasión y amor fue tan deslumbrante que no lo aceptaron entonces como tampoco lo aceptamos ahora.

El domingo de Ramos todo parecía en su sitio. Jesús entra en Jerusalén aclamado y reconocido por el bien que hacía. Era un personaje famoso y querido, al que se le tributa una manifestación de afecto espontáneo cuando aparece a lomos de un borrico, símbolo de mansedumbre y paz. Pero, pocos días después, esas mismas gentes gritaban histéricos ante Pilatos “¡crucifícale!” Ellas y cualquier otra generación, nosotros mismos, hubiésemos sido aquellas gentes con la misma actitud.

Qué tensión tan insoportable sentiría Jesús viendo como se le estrechaba el acoso en medio de sus seguidores, buenas personas pero frágiles, que acabaron por hacerle sentir la soledad más amarga. Pero aceptó el desafío del amor, aquél amor desconcertante que superaba el formalismo legal de quienes lo utilizaban para sí y que ahora veían peligrar su status personal y “religioso”. Se fraguó el asesinato con la apariencia de que se ajusticiaba a un blasfemo y peligroso personaje que el pueblo debe abatir por el bien del pueblo. Allí se juntaron todos: autoridades, pueblo e invasores romanos.

El Jueves Santo o día del amor fraterno, es cuando Jesús lanza el mensaje revolucionario en su última Cena: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. El amor de Cristo nos incluye a todos pero sólo desde la práctica de los hechos se sabrá quienes se comportan como cristianos: sólo así. La Eucaristía nos remite al prójimo. Compartir la mesa es compartir su estilo de vida basado en el servicio como lo remarcó en el lavatorio de los pies, una tarea que entonces era propia de esclavos: acogida y servicio al otro: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”.

El Viernes Santo es el paso (la Pascua) de Dios por la noche del hombre. En esta madrugada comienza el tiempo de la Pasión, con la angustia y soledad de quien espera lo que le viene encima. Pero no deja de dialogar con el Padre, sobre todo en el huerto de los olivos, un ejemplo para todos de que la oración es imprescindible si queremos estar por encima de nuestras limitaciones. En cambio su silencio ante las autoridades sometía a prueba a sus acusadores culpables.

El Sábado de Pascua es la fiesta grande cristiana. Es el día de alegría por saber del triunfo del amor y la Resurrección de quien ha transformado el dolor en fuente de vida. Sólo el amor desde la fe puede comprender la Resurrección de Jesús; por eso no fue un acontecimiento de masas. Y tuvo que ser una mujer la que sería el primer testigo de la resurrección de Jesús.

La Pascua no ha terminado; no termina: la celebramos no solo en la Eucaristía sino en cada encuentro con el prójimo. Cada día podemos resucitar un poco más de nosotros renovando y humanizando nuestro entorno. Vivir la Pascua es florecer nuestra vida, ver con ojos nuevos y actuar sabiendo que el silencio de Dios no es ausencia. Dios transforma el sufrimiento; nos asegura que es vencible, que podemos mitigarlo, incluso evitarlo y, sobre todo, convertirlo en amor. Que la muerte no es el final: lo último será el amor total y para siempre. Así es como deberíamos vivir la Semana Santa para ser luz de quienes nos rodean. Pero todavía no hemos aprendido a reconocer la viga en nuestros ojos, se llame pederastia o de cualquier otra forma. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

del amor

del amor

EL “VIA CRUCIS” NUESTRO DE CADA DÍA
Oración comunitaria al caer la tarde del viernes
COMUNIDAD DE BEGOÑA, encomunidad@encomunidad.org
MADRID.

ECLESALIA, 26/03/10.- En este rato de oración me propongo que pensemos nuestra vida en compañía de Jesús. El auténtico camino de la cruz lo conocemos todos. El final trágico de nuestro Señor lo tenemos presente. En la vida cotidiana encontramos momentos cargados, que no nos dejan ver el auténtico final de la historia: Jesús resucita. Nuestros días son un regalo para disfrutarlo a cada minuto. Cada momento es una oportunidad de encontrarnos con Dios y en Dios dar sentido a todo.

1ª estación: despertar a un nuevo día
El primer minuto del día, justo después de que suena el despertador o que mamá o papá me llaman para comenzar es un minuto glorioso. Cambiar de los sueños calentitos y arropados al frío mañanero y la luz tenue de la bombilla de bajo consumo que se va encendiendo poco a poco es un triunfo. Es el momento de empezar y esperar, con la canción, que “hoy puede ser un gran día”.

2ª estación: ponerse en marcha
La ducha, el desayuno, vestirme y dejar todo listo para salir de casa son cosas tan cotidianas que se parecen de un día a otro sin darnos cuenta de que el tiempo pasa. Vamos de forma casi automática haciendo estas tareas y cogiendo fuerzas para no desfallecer en las primeras horas de la jornada.

3ª estación: acudir al trabajo o al cole
Con mayor o menor fortuna nos acercamos a nuestro lugar de trabajo, laboral o de estudio. En coche, en metro, en autobús, con atascos, retrasos, apretujones, maleducados, encarados, listillos… El camino se colma de baches cuando la cosa no va bien. Y cuando todo sale según lo previsto, se nos olvida.

4ª estación: convivir
En la oficina, el hospital, el cole… en todos los sitios en los que trabajamos tenemos personas a nuestro lado para convivir. Cada una de ellas tiene una historia personal, un humor diferente una mañana particular y muchas ganas de no estar allí. Nuestra tarea se realiza con otros, auténticos rostros de Dios, aunque, a veces, no lo parezcan.

5ª estación: atender
Cuando el trabajo es de servicio público nos toca estar atentos a los demás con la mejor de nuestras disposiciones. No sabemos más que lo que nos vienen a contar, a pedir, a solicitar. Desconocemos sus sentimientos, emociones, gozos y tristezas que le acompañan y, sin embargo, debemos responder atinadamente. También Dios está ahí.

6ª estación: la casa te espera
Quedaron cosas pendientes por la mañana. El hogar es el lugar en el que estirar lo encogido y encontrar paz. La casa es el templo de nuestras cosas, nuestros recuerdos acumulados que debemos observar con devoción para no perder la perspectiva de quiénes somos y a dónde hemos llegado.

7ª estación: los padres de la criatura
Para nuestros hijos somos fuente de cariño y motivo de disgusto. “Qué mejor que dejar que cada uno haga lo que le parezca en cada momento”, piensan, “y que me arreglen los problemas después”. Para con nuestros padres somos el siguiente corredor de la carrera de relevos, la responsabilidad traspasada y el cuidado solicitado. La edad los hace diferentes y en casa parece que se multiplican los niños. Jesús dijo “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.

8ª estación: las extraescolares
Parecemos taxistas, de acá para allá. Las extraescolares conforman una prolongación de la jornada escolar. En ellas invertimos tiempo y esfuerzo esperando un segundo idioma notable, una intérprete destacable, un deportista convencido, una primera comunión responsable. Turnos para llevar y recoger, salir y entrar en casa sin parar. ¡Cuántas esperanzas!

9ª estación: los deberes
No hay día que no pase por una buena sesión de trabajos del cole. Pueden ser cuadros de dibujo, una redacción de lengua o un examen de cono. Las matemáticas se complican y el inglés se atraviesa. Los deberes son compartidos por todos y todos esperamos la respuesta positiva a la pregunta ¿has hecho ya los deberes? Educar en la responsabilidad de estar preparados para construir un mundo mejor.

10ª estación: en torno a la mesa
Desayunos, comidas, meriendas, cenas... Hay que proveer la nevera y la despensa de alimentos. Hay que hacer la lista, comprar, colocar, cocinar... y compartir. Esto lleva su tiempo y no siempre se valora. Los esfuerzos por “comer sano” se van al traste cuando, tras un día duro, no podemos más que preparar una pizza congelada. Y a veces la mesa se convierte en un campo de batalla: no me gusta, no quiero, otra vez pescado, yo quiero alitas de pollo... No olvidemos dar gracias por lo que compartimos en la mesa y por quienes hacen posible que tengamos la mesa puesta...

11ª estación: papeles y documentos
La consulta del oftalmólogo para mañana y el informe de la vez anterior, la carta del impuesto de las basuras, el acta de la reunión de la comunidad de vecinos… “la biblia en verso” y ahí está Dios, como en los pucheros de la santa de Ávila. ¡Ah! Y que no le pase nada al frigorífico o a la línea de teléfono. El “sistema” busca la manera de colártela. Es mejor que todo funcione como es debido porque sino tocará reclamar y buscar la manera de hacer justicia en este mundo, una justicia pequeñita… Pero por algo se empieza.

12ª estación: de la lavadora a la plancha
Si quedan fuerzas y ganas y si no para mañana. Los días pasan y se mancha la ropa. Hay que poner la lavadora. Cuesta empezar pero todos iremos más guapos con la ropa limpia y planchada. La plancha, las tareas del hogar, son lugares de santificación por el sacrificio y la generosidad de aquellos que tienen el carisma de hacerlo “como Dios manda”.

13ª estación: el telediario
Es nuestra ventana al mundo exterior. Es momento para darse cuenta de la multitud de seres humanos que en este mundo sufren y mueren de mala manera y lo poco que deberíamos quejarnos. La mayor parte de las cosas que vemos y escuchamos están muy lejos de nuestra realidad y sin embargo las sentimos como nuestras: “nada de lo humano puede resultarnos ajeno”.

14ª estación: vamos a la cama que hay que descansar
Estamos llegando al final de este vía crucis. Sabemos que no termina todo al ocultarse el día. Mañana vendrá otro con sus estaciones correspondientes. Sabemos que al final resucita, por eso todas nuestras preocupaciones y anhelos los dejamos en su presencia, sabiendo que cobrarán sentido con la fe y la esperanza que creemos. El amor hará el resto y de eso solo nos examinarán. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

por san josé

por san josé DE CURAS Y CURAS
En el "Día del Seminario"
CÉSAR ROLLÁN, eclesalia@eclesalia.net
MADRID.

ECLESALIA, 18/03/10.- Los curas cuentan con toda mi admiración en general y en particular. Conozco muchos, a unos más que a otros. Con algunos me une la amistad, con otros la confianza y a la mayoría solo les conozco de lejos. También he de decir que tengo rostros que he decidido olvidar.

Valoro la figura del sacerdote, su trabajo, su empeño por servir en esta Iglesia nuestra. Reconozco en todos su extraordinaria autonomía para organizarse, para tomar decisiones en lo importante y en lo cotidiano. Comprendo su vocación y me admira el esfuerzo continuo de fidelidad, obediencia y austeridad.

¿Son necesarios? Es bien sabido que todos los grupos y sociedades necesitan un cierto tipo de liderazgo para que puedan funcionar de forma organizada. Desde los griegos a nuestros días el pensamiento no ha parado de darle vueltas a esta cuestión. Jesús dejó claro el suyo: “El que quiera ser el primero entre vosotros que sea vuestro servidor”. La altura, profundidad y anchura de la propuesta no tiene límites.

Si son necesarios… ¿Por qué nos seguimos privando los católicos de tantas personas valiosas? ¿Por qué no disfrutamos su don de animar comunidades? Sé que la cosa no es tan fácil, que hay una tradición de por medio que lo justifica de múltiples formas… ¿Y la Tradición de Jesús?

Quizá sea la hora de darnos cuenta que cualquier persona bautizada puede sentirse llamada. Es posible que sea ya el momento de que en la Iglesia se discerniera su vocación sin tener en cuenta su género ni condición. Pudiera ser que haya llegado el tiempo de entender que hombres y mujeres pueden servir a la comunidad y ejercer la presidencia siendo Cristo para los demás. Dios dirá… (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

podemos

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EL CRISTIANISMO Y LA FELICIDAD
Extracto de la ponencia de Juan Martín Velasco en el Foro de Profesionales Cristianos de Madrid*
FORO DE PROFESIONALES CRISTIANOS, pxmadrid@telefonica.net
MADRID.

¿Qué podemos hacer los cristianos, qué podemos aportar a la búsqueda de la felicidad en nuestro tiempo?

ECLESALIA, 12/03/10.- Vivimos en un clima cultural en el que predomina la desesperanza y es que han ido fracasando uno tras otro los proyectos ideados para encontrar una solución al problema del deseo humano de felicidad. La ilustración no ha cumplido sus promesas, el marxismo que prometía un mundo justo y nada menos que un paraíso en la tierra, ha fracasado, seguramente por la estrechez de sus presupuestos ideológicos, basados en el materialismo, y por la brutalidad de su aplicación en los países que han estado bajo su dominio. A algunos les pareció que, tras el fracaso del socialismo real, el mercado abandonado a sus leyes propiciaría el crecimiento económico indefinido, que multiplicaría los bienes y facilitaría el acceso a ellos a los pueblos hasta ahora marginados; hoy, la crisis nos lo muestra con toda claridad, constatamos que la distancia entre pobres y ricos se hace cada vez mayor, que el crecimiento tiene unos límites y que por tanto también el mercado ha defraudado las esperanzas que algunos habían puesto en él. ¿Qué podemos hacer los cristianos en esta época de desesperanza?

1. Yo creo que lo primero es mirar hacia nosotros y hacer autocrítica, tomar conciencia de los errores anteriores y actuales, justamente en relación con el problema de la felicidad. ¿Por qué si el cristianismo posee principios capaces de transformar la existencia, si la esperanza y el amor constituyen una verdadera fuente de felicidad para los creyentes, como sucedió al principio del cristianismo, por qué nos vemos los cristianos también anegados en la civilización del deseo, en las sociedades del hiperconsumo y en todas las contradicciones que eso supone para la concepción cristiana del hombre, de la sociedad y de su destino?

La primera razón es que nos llamamos cristianos, porque mantenemos elementos del cristianismo, creencias, prácticas, formas diluidas de pertenencia a la Iglesia… pero nuestro cristianismo es más, en conjunto y sin ofender a nadie, un cristianismo de bautizados que de convertidos. No creo ser demasiado pesimista si reconozco que las comunidades cristianas actuales estamos lejos de vivir personalmente la fe que decimos poseer y conservar, si digo que creemos, con la fe reducida a creencia, pero no somos verdaderamente creyentes en Dios, en Cristo, confiando incondicionalmente en Él. Esto explicaría que nuestra condición de creyentes no irradie la alegría de las bienaventuranzas, de Maria, de los discípulos o de aquellas primeras generaciones de cristianos.

2. Para estar en disposición de recuperar las fuentes cristianas de la felicidad yo creo que necesitaríamos en primer lugar revitalizar y personalizar nuestro ser cristiano, haciendo efectiva la experiencia de la vida teologal, eso que se ha dicho tantas veces: o somos místicos o no podremos ser cristianos. Porque la actitud teologal, la fe-esperanza y caridad suponen una nueva forma de vivir en la que el hombre, superando las formas de vida desperdiciada, -la evasión, el divertimiento y tantas otras formas- llega al fondo de sí mismo y tratando de remontar el curso de su vida, que él percibe que no se ha dado a sí mismo, admite, reconoce, acepta: “todas mis fuentes están en ti”, refiriéndose, naturalmente a Dios. Creer en el Dios Padre creador es, en su centro mismo, vivir en la esperanza y de la esperanza. Y la esperanza es, en una expresión de Miguel García-Baró, “la certeza difícil, profundamente dichosa, de que lo mejor tendrá, tiene ya ahora, la última palabra. Es pues vivir en la certeza de que la propia vida procede del manantial de amor que reconocemos como Dios y en la certeza igualmente dichosa de que la semilla de ser que la presencia de Dios siembre en nosotros se impondrá a todos los peligros, a todos los pesares, incluso a las catástrofes que pueda comportar nuestra vida”.

Pero necesitamos también recuperar la vocación terrena, mundana, de nuestro ser cristiano, tal como la describió, después de siglos de olvido, el Vaticano II en esa preciosa Constitución sobre la Iglesia en el Mundo actual.

3. Los rasgos de la felicidad cristiana

3.1. Recuperada la raíz de la experiencia cristiana en la vida de los cristianos, florecería de nuevo la alegría que el Nuevo Testamento atribuye a los creyentes. Me parece además que de ahí surgiría una felicidad con rasgos originales, los propios de la felicidad cristiana, por ejemplo: su condición de felicidad teologal, la fe esperanza cristiana es fe-esperanza en Dios por la que el cristiano se fía de Dios y se confía a Dios, con todo el poder que la confianza en Dios tiene para derribar del corazón de los creyentes todos los ídolos que constantemente estamos fabricando: el de los bienes objeto de posesión y consumo, el del placer erigido en finalidad de la vida, el del vano honor, la vana gloria y el cultivo de la propia imagen, y por encima de todo, el del egoísmo que nos encierra en el círculo estrecho de nosotros mismos y los nuestros y nos hace ignorar a los otros y pasar indiferentes ante sus sufrimientos.

3.2. Tengo la impresión de que los cristianos, por no haber experimentado de verdad el ser creyentes, no hemos descubierto la felicidad que comporta consentir a la fuerza gravitatoria del amor de Dios en nosotros y ser testigos de la liberación de energías en nuestro interior que se sigue de ese consentimiento. Creer, confiar en Dios y consentir a su amor con la incondicionalidad de toda relación que se refiere a Dios, abre la posibilidad a otro rasgo característico de la felicidad que se sigue de creer: sólo se puede creer incondicionalmente como Abraham, como María, contra toda esperanza, es decir, contra todas las aparentes razones para no confiar o para desesperar. Y es que confiar en Dios no es reunir todos nuestros esfuerzos para dar el salto hacia Él, sino abandonarse a su fuerza de atracción que es infinitamente superior a la que puede ejercer en nosotros la gravedad que nos lleva a querer salvarnos a nosotros mismos o a confiar en cualquiera de los seres mundanos.

3.3. La condición teologal del fundamento de nuestra felicidad hace que ésta no se vea amenazada por nada, ni siquiera por la muerte. Como dice el texto de Job -en la antigua traducción de la Vulgata- “Aunque me mates, confiaré en ti”.

3.4. Afirmada en este fundamento, la felicidad de la fe permite descubrir otros rasgos característicos. Por ejemplo, el Dios trascendente en el que creemos rompe la atracción que ejerce en nosotros nuestro yo y el mundo en el que vivimos, el Dios creador que es “Dios mío” para cada ser humano, no puede serlo mas que siendo a la vez el Dios de todos. Imposible por tanto decir “Dios mío” si en mi invocación no están incluidos todos. El proyecto de Dios que aceptamos cuando decimos “hágase tu voluntad” incluye a todos los hombres, por eso es imposible creer en Él, reconocer su amor e ignorar a los otros. Creer en Dios lleva consigo, como principio rector de la vida, el “no sin los otros, nada sin los otros”.

3.5. Otro rasgo de la felicidad cristiana es la primacía del amor. Dicen los escritos de Juan “Creemos en el amor que Dios nos tiene”. “Vivo de la fe en el hijo de Dios que me amó”, dice San Pablo. Todos sabemos que el amor es la sal de la vida, su sentido, por eso el amor está en la raíz de toda felicidad; ahora nos explicamos el fracaso de la civilización del deseo que hay que saciar por la posesión y el consumo de bienes porque el amor comporta ciertamente deseo pero lo trasciende en la donación regida por la ley de la gratuidad; la originalidad del amor como centro de la vida explica la originalidad de la felicidad cristiana: hay más alegría en dar que en recibir, dice San Pablo en el Libro de los Hechos atribuyendo la expresión al mismo Jesús.

Felicidad cristiana, esperanza y sufrimiento

¿Es verdad que creer en el Dios de Jesucristo aporta alegría, auténtica alegría a la vida de los creyentes?, ¿qué clase de alegría es la que aporta? Porque es verdad que la Biblia se refiere a los creyentes como felices, al Dios en el que esperamos como el Dios que consuela, pero también es verdad que está llena de oraciones, como las de Jeremías, las del libro de las Lamentaciones, las de Job, como las de los autores de los salmos, la de Jesús mismo, en las que se dirigen a Dios desde el abismo del sufrimiento, desde el mayor abatimiento, desde la angustia, con oraciones que consisten en preguntas, en busca de explicación por lo que están viviendo, de queja por esa situación.

La esperanza no se identifica con el optimismo superficial que con una actitud mágica ante Dios hace de Él la respuesta inmediata a las preguntas humanas, pone en Él la satisfacción de nuestros deseos inmediatos. El Dios de la fe y de la esperanza cristiana no puede convertirse en objeto de ningún acto humano, es un Dios absolutamente trascendente, que no es ajeno al mundo pero tampoco se hace presente en él como un poder mayor o un ente supremo que lo rige o lo vigila desde fuera del mundo; precisamente por eso la fe requiere el trascendimiento de todo lo mundano y el descentramiento de sí mismo, por eso la esperanza solo está a la altura del Dios en el que confía cuando renuncia a todos los apoyos que puedan imaginarse para confiar; renunciar, como Abraham en el sacrificio de Isaac, a la prueba que Dios mismo le había dado como muestra de su fidelidad.

A partir de estas consideraciones se entiende que confiar cuando no se tiene ninguna razón aparente para hacerlo, que confiar contra toda razón, no es que sea el grado sumo de la esperanza, es que es la condición indispensable para que la esperanza sea esperanza teologal. Así entendida la esperanza no consiste en la convicción de que todo me va a ir bien en el futuro sino en la certeza oscura, en la confianza incondicional de que, suceda lo que suceda en mi vida, todo está bien porque mi vida entera está confiada a Dios.

Voy a terminar con una alusión a la “verdadera alegría”. Los textos más elocuentes sobre ella están en San Francisco de Asís, en sus mismos escritos y el capítulo VIII de Las Florecillas. Por ser más breve, remito a un texto de Santa Teresa del Niño Jesús, que sabéis que pasó por una prueba formidable al final de su vida, 18 meses en la más oscura de las noches espirituales, y escribe “a veces es verdad que el pajarillo –ella misma- se ve asaltado por la tempestad, le parece creer que no existe otra realidad mas que las nubes que lo envuelven. Entonces llega la hora de la alegría perfecta para el pobrecito y débil ser, qué dicha para él permanecer allí no obstante y seguir mirando fijamente a la luz invisible que se oculta a su fe”. Esta forma de alegría no es una anécdota en la vida de los creyentes, puede verse como la reproducción en ellos mismos del misterio pascual, de la vida, muerte y resurrección de Cristo. ¿Recordáis lo que decía Camus, “los hombres mueren y no son felices”? Jesús no nos ha salvado de esa condición humana expuesta al sufrimiento arrebatándonos al cielo y evitándonos la muerte, eso entraba dentro de la propuesta del tentador en el desierto. Él ha asumido nuestra condición hasta el fondo, pasando por el sufrimiento, el abandono y la muerte en la cruz y experimentando en sus carnes crucificadas y de resucitado la victoria definitiva del amor de Dios a la que nos asocia la esperanza. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

- - -> *La charla completa de “El Cristianismo y la Felicidad”, así como las dos anteriores del mismo ciclo, “¿Se puede vivir sin Dios?” y “El Dios cristiano y los otros dioses”, de Juan Martín Velasco, están disponibles en www.profesionalescristianos.com/index.php

impide II

impide II

EXCOMUNIÓN Y VIDA ETERNA (II)
JOSÉ Mª RIVAS CONDE, corimayo@telefónica.net
MADRID.

ECLESALIA, 09/03/10.- De la iglesia societaria de la que seamos miembros, sí que se nos puede excomulgar de hecho. Esto podrá traernos inconvenientes serios; pero nunca acarrearnos la condenación eterna. Primero, por ser como tengo repetido, de índole temporal la excomunión y, luego, porque quienes creemos en la piedra angular, escogida y preciosa, puesta por Dios, no podemos quedar confundidos (1Pe 2,6). De manera que nadie puede separarnos del linaje escogido, del sacerdocio regio, de la nación santa, del pueblo de su patrimonio (1Pe 2,9). O, lo que es igual, nadie puede expulsarnos de la Iglesia de Jesús, como no hay quien pueda apartarnos del amor de Dios (Rom 8,38-39).

Digo de hecho, porque ha sucedido y puede seguir sucediendo, a pesar de no parecer atadura harmonizable con la misión encomendada por Dios a sus colaboradores en este mundo. Me refiero a la pergeñable por lo menos, a través de parábolas muy conocidas.

La salvación no ha dejado, en efecto, de parecerse al banquete de bodas del hijo de un Rey. Éste es el que invita, sin que pueda haber otro que lo pueda hacer. ¡Suyo es el banquete! Los hombres y sus asociaciones, no pasan de siervos suyos, enviados por Él a las encrucijadas y caminos de la vida para convocar a cuantos hallaren. Es lo que se limitaron a hacer los siervos aquellos, sin distinguir entre “malos y buenos”. La expulsión del que no dio razón de no llevar traje de boda, fue el Rey quien la ordenó (Mt 22,8-13). De igual modo se puede decir que la tarea de los pescadores de hombres es echar al mundo la gran red que arrastra toda clase de peces; no ponerse a separar los malos de los buenos. Ésta es tarea a realizar cuando la red sea sacada a la orilla, en la consumación del mundo (Mt 13,47-50). Lo mismo puede decirse en relación a la parábola de la cizaña.

No parece por ello que sea misión de nadie en la tierra excluir a nadie de la invitación del Rey, ni de la red, ni del sembrado. Es que esto no lo hizo ni el propio Jesús (Jn 6,37), ni siquiera con Judas; sino que éste fue el que él solo se apartó. Y a todos los demás no les impidió irse; sino que dejó libertad hasta a los Doce para que se fueran (Jn 6,67-68). Y respetó la voluntad de quienes no quisieron acogerle (Mt 8,34-9,1), sin aceptar por ello condena para nadie en el presente (Lc 9,53-56), sino sólo en el último día: la que cada uno se hubiere infligido a sí mismo al no creer en su palabra (Jn 12,47-48).

Pues entonces, ¿cómo pueden considerarse la excomunión y el anatema competencia evangélica de la autoridad eclesiástica, aun cuando a ésta se la afirme puesta por el Amo al frente de su casa? ¿No debería ella comportarse más bien como despensero (traducción también literal del oikonómos usado en la parábola: Lc 12,42), puesto para repartir a su tiempo la ración de trigo a los demás? ¿Es que por ser despensero o, como suele decirse, administrador, se deja de ser tan “carne” y tan hombre como el resto (Hch 14,15); tan siervo como los demás (lo reitera la propia parábola: vv. 43.45.46.47); tan inútil como todos (Lc 17,10)? ¿Podrá, quien tiene recibido del Padre el encargo de velar por los de su casa en este mundo, echar fuera de ella a alguno de sus hermanos, tan hijo del amor de Dios como él? ¿Es que el enviado por Jesús (Jn 20,21) puede hacer lo que ni siquiera fue misión que el Padre le encomendara a Él mismo al enviarle al mundo (Jn 3,17)?

Las excomuniones producidas es imposible entenderlas todas publicación o puesta en luz de autoexclusiones implicadas en conductas personales. Son muchas las que se han debido a disentir de pronunciamientos derogables, y ahora ya derogados en gran número; no a incumplimiento del mandato que tenemos recibido del Padre: “que creamos en la persona de su Hijo Jesucristo y nos amemos los unos a los otros” (1Jn 3,23). La ofensa contumaz al prójimo, pese al requerimiento de la comunidad propia, es lo único que parece justificar la “excomunión”, sólo del ofensor; es decir, tenerlo por gentil y pecador (Mt 18,17). Las otras excomuniones ¿no sugieren los golpes con que el despensero confiado en la tardanza del Amo, podría maltratar a los mozos y muchachas y, en todo caso, no es negarles la oportuna ración de trigo que se les debe?

La distinción entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias, evoca el reproche de Pablo por las facciones surgidas, ya en su tiempo, por interpretar con criterio humano y carnal el hecho de la incorporación a la Iglesia de Jesús y el del perfeccionamiento en la fe (1Cor 3,3-7). Como si de los dos fueran autores los hombres a través de los que nos llega el mensaje de Dios y no sólo Él. Lo mismo habría que decir de las facciones actuales: mientas que los creyentes somos labranza y edificación de Dios (1Cor 3,9), ellas no pasan en cuanto tales de colaboradoras suyas en su obra. Nadie debería gloriarse en ser de ellas, ni de Pablo, Apolo, o Cefas…; sino sólo de Cristo y de Dios (1Cor 3,21-22).

El dogma básico de la imposibilidad de haber salvación fuera de la Iglesia, además de entenderlo, como digo, a la luz de la distinción entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias, parecería preferible que no se diera nunca pie a pensar que se le concibe como pedrada de pastor a los que se alejan o desvían; sino como apremio pastoral que urge a las propias iglesias societarias, tanto más cuanto más se sienta cada una plasmación cumbre de la Iglesia fuera de la que no hay salvación. Apremio, no para combatir a quienes no están en la suya (Mc 9, 40); sino para salir en busca de las ovejas perdidas y de las que, siendo de Jesús, no están aún en ningún aprisco suyo (Jn 10,16). A fin de que, liberadas de las tinieblas por la fe en Él, proclamen las grandezas de Dios (1Pe 2,9), gocen de la esperanza en la herencia incorruptible reservada en los cielos, para la que ya están reengendrados los ya creyentes (1Pe 1,3-4) y vivan el sincero amor fraterno para el que son purificados (1Pe 1,22), incluido el de la alegría de saberse uno con cuantos creen en Jesús de Nazaret. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

impide I

impide I

EXCOMUNIÓN Y VIDA ETERNA (I)
JOSÉ Mª RIVAS CONDE, corimayo@telefónica.net

ECLESALIA, 01/03/10.- El planteamiento formulado en mi anterior escrito “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA, 16/10/09), basta por sí solo para excluir universalmente la posibilidad de que la salvación eterna pueda ser vinculada por la Iglesia, ni por nadie, a atadura alguna de índole temporal y derogable. Sin embargo, no parece superfluo detenerse en la de la excomunión, dadas sus propias repercusiones.

Su carácter temporal quedó nuevamente de manifiesto con la desatadura, hizo en enero un año, de la que pesaba desde el 2 de julio de 1988 sobre los cuatro obispos lefebvrianos. Pero no me fijaré en ésta, por la polvareda que de hecho ha levantado; sino en otra, también incuestionablemente histórica, que ya carece de resonancias ocasionales y resulta más expresiva en relación a mi planteamiento. Hablo de la lanzada el 16de julio de 1054 contra el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, por el Cardenal Humberto, en nombre del papa León IX. En ella quedaron incluidos los patriarcados adheridos al anterior y muchas de las iglesias eslavas de oriente, que se sumaron a Miguel Cerulario ya antes de acabar el siglo XI. Aunque vigente desde entonces, quedó desatada por Paulo VI el 7 de diciembre de 1965, a la vez que el patriarca de Constantinopla Atenágoras, anulaba por su parte el anatema contra Roma, con que Miguel Cerulario había respondido en su día.

La excomunión y el anatema se afirman expulsión de la Iglesia; católicos y ortodoxos juzgamos dogma de fe que “fuera de ella no hay salvación ninguna” y ambos nos creemos la Iglesia verdadera. Siendo así, por pura coherencia lógica y sin más (salvo que se teja acomodaticiamente o a lo loco, no en serio y con simplicidad), tanto unos como otros deberíamos decir que resultaron condenados al infierno todos los del otro “bando”, fallecidos durante los nueve siglos que duró la excomunión mutua. No digo, y menos a estas alturas (como suele comentarse), que haya de tenerse por ejecutada esa condena; sino que es la conclusión lógicamente exigida sin escapatoria posible, a partir de los asertos que le sirven de base. Pero, ni ambos “bandos” podrían tener razón a la vez; ni, fuere cual fuese el que la tuviere, sería admisible en modo alguno la propia conclusión. Esto, por la imposibilidad evidenciada en mi anterior escrito, como recordé al empezar, de vincular la condenación eterna a atadura temporal, tal cual son la excomunión y el anatema. Por tanto, o se niega que éstos excluyen de la Iglesia, o se afirma que es falso lo de no haber salvación fuera de ella. Estas dos cosas tampoco pueden ser verdaderas a la vez.

No parece lo más razonable optar por lo último, por lo muy asentado que está dicho axioma en el testimonio de Pedro ante Anás y el sanhedrín: Jesucristo Nazareno, la piedra desechada por vosotros, es la piedra angular y “no se da la salvación en ninguno otro, porque no existe bajo el cielo otro nombre, dado a los hombres, por el que hayamos de ser salvos” (Hch 4,12). Lo atinado, entonces, será quedarse con lo primero: la excomunión y el anatema no excluyen de la Iglesia. Al menos de la que fuera de la cual no hay salvación, es decir, de la de Jesús; sino de otra. Pero, no hay más que las varias que se proclaman la verdadera de Jesús, a las cuales pertenecemos por lo menos socialmente, unos a una y otros a otra. En prevención de confusiones, las llamo aquí societarias, denominación compatible con su obvia pluralidad.

Aunque los autores de la recíproca excomunión recordada pretendieron mucho más; lo máximo que podían conseguir, fuera o no con abuso de poder, era expulsar, uno, de la iglesia católica romana; el otro, de la católica ortodoxa. Pero nunca y de ningún modo de la de Jesús; es decir, de la formada por cuantos, pese a nuestras diferencias, coincidimos en creer que Él es el Mesías, el Hijo del Dios viviente, la piedra angular de nuestra salvación. Esta fe bastó para que el propio Jesús declarase Pétros de su Iglesia a Simón Baryona (Mt 16,17), aunque éste ignorase, por lo menos en ese momento, muchas de las cosas del actual Catecismo Católico. Esta fe es la que entonces, ahora y siempre basta para ser de la Iglesia de Jesús (Hch 8,36-39; etc.).

Las iglesias societarias no pueden considerarse sino plasmaciones diversas de la misma y única Iglesia de Jesús, propias de este siglo, de las que Ella se liberará en la consumación del mundo, cuando Jesús nos tenga sentados en su trono, como Él ya lo está en el de su Padre (Ap 3,21). Ellas requieren de una adhesión explícita; mientras que a la de Jesús le basta la implícita, al menos la entrañada en el hacer el bien a los otros (Mt 25,34-40); y ésta, además, está desvinculada del tiempo, hasta tener cabida en ella los fallecidos antes de haber iglesias. Como José, el padre legal de Jesús; el ladrón que le invocó en la cruz; y tantísimos otros desde la creación del hombre (Ap 7,9-10).

La distinción y a la vez identidad, que así se afirma, entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias podría compararse con lo que sucede en la Eucaristía. No hay quien desconozca que el Cristo presente en todas es exactamente el mismo, aunque para ello tenga Él que multiplicar su presencia continuamente por toda nuestra geografía. Es más, aunque se trate de las ortodoxas, las anglicanas, las coptas o cualesquiera otras que sean tan eucaristías como las católicas, nunca faltará en ellas la presencia del mismo Jesús, a pesar de las diferencias rituales, ligüísticas e incluso doctrinales, que las distinguen de las nuestras y entre sí.

De igual modo, las diferencias societarias no impiden ser Iglesia de Jesús a ninguna unidad de creyentes en su condición de Salvador único, de Mesías e Hijo de Dios vivo; sino que Ella se da en todas por encima y por detrás de dichas diferencias, las cuales, aunque pueden deteriorar la respectiva aptitud para trasladar al mundo con nitidez el mensaje de Dios, no destruyen su íntimo ser Iglesia de Jesús. Lo mismo que el hombre no deja de ser hombre, ni nadie puede privarle de serlo o excluirlo del conjunto unitario de la humanidad, por más numerosas y más serias anomalías que padezca. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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¿PUEDE EL HOMBRE VIVIR SIN DIOS?
FORO DE PROFESIONALES CRISTIANOS DE MADRID, pxmadrid@telefonica.net

ECLESALIA, 22/02/10.- Era la pregunta planteada en el Foro convocado el pasado 8 de Febrero en la Parroquia de S. Estanislao de Kotska de Madrid por “Profesionales Cristianos”. El encargado de responderla, el teólogo e historiador de las religiones Juan Martín Velasco. Imposible recoger en unas líneas la riqueza de su exposición y posterior debate. Lo que siguen son sólo algunos puntos espigados de su conferencia que, por su interés, ofrecemos como reflexión para este tiempo de Cuaresma.

Para el creyente que yo intento ser, tengo que decir que si Dios existe y es lo que yo creo que es, ni el hombre puede vivir sin Dios ni puede existir sin Dios nada de lo que existe. Para mí, Dios es la realidad que sustenta en el ser todo lo que existe. La respuesta de mi ser, razonada, es que todo existe gracias al amor originario de Dios, que por ser amor sin límites, ha puesto en el ser todo lo que es para realizar un proyecto lleno de sabiduría y lleno de amor que culmina en la llamada a la existencia a todos los seres humanos para hacer de ellos sus hijos. En ese sentido, el hombre no puede vivir sin Dios.

La razón creyente me lleva a ver en todo lo que existe señales, símbolos de la presencia de Dios. De esto no hay un razonamiento científico, pero no tenemos más que mirar hacia nosotros mismos para encontrar esas huellas del Dios que con su presencia cada día nos invita a “ser” más plenamente en nuestra vida. Pero, si a lo largo de la historia siempre ha habido huellas de la actividad religiosa, tan universal como el hecho de la fe es el hecho de la increencia.

¿Cómo puede ser que, siendo Dios el principio de todo lo que existe, haya tantas personas que no creen en Él? Los creyentes tenemos una explicación: los no creyentes, se ha dicho, lo son “por la gracia de Dios”. Y no es una broma, sino afirmar que Dios ha querido crearnos de tal forma que podamos ser no creyentes. Él, sujeto de la creación, no nos ha hecho objetos de esa creación, sino también sujetos de ella, lo que significa que tenemos que responderle con la misma libertad con la que Él nos ha dotado.

Desde esta interpretación, ¿qué sucede con los que no creen? Como los creyentes encontramos la base de nuestra conducta moral en nuestra fe en Dios, muchos creen que los ateos no pueden tener una moral digna del hombre. ¿Se puede llevar una vida moral sin creer en Dios?… Aunque es cierto que todas las religiones han desarrollado una moral de influencia decisiva, también lo es que desde antiguo ha habido morales independientes de lo religioso. Hoy, se puede ejercer la moral con referencia a la religión y sin referencia a ella y las dos maneras pueden dar lugar a formas de moral suficientemente elevadas.

¿Que aportaría la fe religiosa a una moral laica? Cosas importantes desde luego. En muchos casos, una cierta elevación de la exigencia; éticamente, todos nos vemos movidos a decir “amarás a los demás”, pero ¿nos vemos llamados a decir “amarás a tu enemigo”? Probablemente no. La religión aporta también un reforzamiento del sujeto para seguir la voz de la conciencia porque la apertura a Dios implica la apertura al otro.

Con todo, creo que cabe una moral no fundamentada en la religión y que por tanto no podemos afirmar que solo la fe en Dios permite vivir moralmente.

Pero preguntémonos qué aporta al ser humano el hecho de creer en Dios.

Si hablamos de la fe en serio. Porque si por tener fe entendemos sólo creer en lo que no vemos, eso aporta muy poco a las personas, eso no es más que una creencia, una afirmación relativa a una verdad, que apenas compromete la vida del sujeto. Por tanto, tomémonos la fe en serio: creer es adoptar para con el Dios en el que creemos una actitud de completa confianza, de total entrega… Y ¿quién es este Dios? No es solo un absoluto, no es solo la causa primera. Es otro tipo de relación la que se establece con Dios: es una relación de tipo personal, una relación basada en una presencia; una relación de mutuo influjo, en la que el sujeto interpela y el sujeto interpelado responde, una relación en la que los dos términos de la misma se comprometen. El hombre religioso se caracteriza por creer en esa realidad trascendente que es “presencia” para nosotros y en nosotros en el sentido más fuerte de la palabra “presencia”.

El Dios del hombre religioso es siempre el Dios de alguien. Si hubiera que elegir el nombre propio de Dios en todas las religiones ese nombre sería “Dios mío”. Lo que caracteriza al Dios de la religión es que se le pueda invocar, es que sea un Tú para el hombre. Así como hay un nivel del ser humano que sólo puede explicar una realidad trascendente -siendo nosotros lo que somos no tendríamos sentido si no existiera un ser absoluto, un ser infinito- así, siendo nosotros lo que somos -no solo seres finitos y contingentes, sino personas, sujetos capaces de libertad- no tendríamos razón de ser si lo que es nuestro origen no fuera también una realidad personal. De ahí el carácter central de lo personal en la vida religiosa.

Esto tiene unas repercusiones enormes sobre la vida humana; a mi modo de ver, pocas afirmaciones tan verdaderas como ésta: no es bueno que el hombre esté solo. Los hombres tenemos siempre a los otros hombres como compañeros y podemos decir que no estamos nunca solos. Pero ¿qué sería de la humanidad si no hubiera Alguien que respondiera de ella? Entonces sí que podríamos decir que la humanidad estaría sola. Porque probablemente la humanidad esté sola si la realidad que la precede, la origina y la fundamenta no es una realidad que, por su llamada personal, suscita a los seres personales que somos nosotros. Tal vez es esto lo que quería decir una filósofo americano al decir que “las religiones son lo que el hombre hace con su soledad”, es la gestión de la soledad; ese es nuestro problema fundamental, el descubrirnos solos frente al mundo, y necesitados de dar una razón de ese ser solos frente al mundo. Por eso me encanta el verso de Unamuno que dice preciosamente lo que yo intentaba balbucir:

Pero Señor, “Yo soy”, dinos tan sólo,

Dinos “Yo soy” para que en paz muramos,

que no en soledad terrible sino en tus manos.

Podría cambiarse el verso para decir también, sin cambiar el sentido:

Dinos, “Yo soy”, para que en paz vivamos,

no en soledad terrible sino en tus manos.

Me parece que esta necesidad de compañía que experimentamos, ninguna otra realidad la colma como ese Dios presente, que, en nuestro origen, nos esta haciendo ser a lo largo de toda nuestra vida, que es nuestra compañía permanente, que va a estar presente cuando todos lo demás se queden de este lado, que va a estar presente como los brazos que nos acojan cuando ya no nos pueda acompañar nadie. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

perpetuo

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OCHO Y VEINTICINCO
Reflexión sobre un hecho de vida
JOSÉ MORENO LOSADA, sacerdote capellán en la UEx y consiliario de Acción Católica. jmorenol@unex.es
BADAJOZ.

ECLESALIA, 08/02/10.- Las enfermeras de urgencia del Perpetuo Socorro, en Badajoz, le han preguntado a la coordinadora qué ponían en el cartel de la persona que acababa de morir -suelen escribir siempre el nombre y los apellidos del fallecido-, y ella tras silenciarse y pensar un poco, les ha dicho que deben poner «ocho y veinticinco». Es el único dato que aparece en la burocracia de entrada del paciente en el hospital esa mañana, sólo está tabulada la hora en que se inició el contacto con el enfermo. Lo habían recogido de la calle en la que estaba tendido y sólo; no hay nada que le identifique. Era un transeúnte que vivía en la calle, uno más de los que no sabemos absolutamente nada y que puede morir de frío. Un muerto anónimo en el desconocimiento de todos; sólo nos quedan sus huellas dactilares recogidas por la Policía para intentar localizar quién era. Probablemente no lleguemos a saber nada de él nunca. Murió cómo vivió, sin que nadie le echara cuenta; no estará en las noticias, y nadie se ocupará de su ausencia ni de su cadáver. Un caso que delata, una vez más en esta sociedad, la deshumanización.

Ha sido el hecho de vida que ha relatado Toni, una de las profesionales que participa en el grupo de revisión de vida en el que este año estamos tratando de adentrarnos en la reflexión acerca de la humanización de la sociedad desde las profesiones; estábamos tratando quienes son los que más sufren la deshumanización que se da en la sociedad y en los ámbitos profesionales. Claramente sufren más los más pobres y desprotegidos; cuando las estructuras se resienten y se deshumanizan, son los débiles los que se llevan la peor parte. Lo estamos viendo en esta situación de crisis que nos ha tocado vivir.

La riqueza de la reflexión ha estado en descubrir qué es y qué no es humanizar, y a quien enriquece este proceso cuando se da. Ha sido muy interesante darnos cuenta de que cuando vivimos con un espíritu humanizador en los ámbitos profesionales nos enriquecemos todos; el primer enriquecido es el mismo profesional, vivir desde las claves de la acogida, la escucha, la ternura, la confianza y la fe en el otro es curativo para el que lo ejerce y origina satisfacciones que de ningún otro modo se pueden lograr. Hemos recordado lo que dice Erich Fromm acerca de los que violentan y deshumanizan, que son personas frustradas en el amor: la violencia es el signo del amor frustrado. El horizonte que comenzamos a vislumbrar es la urgencia de la necesidad de recuperar la persona y ponerla en el centro del ser y el quehacer profesional; entender claramente que mi profesión se entiende desde la necesidad del otro y como el medio que tengo de relacionarme con él y enriquecerme en el ejercicio de un servicio que dignifica al que lo realiza y al que lo recibe. Es urgente volver a descubrir el bien interno de las profesiones, la razón de ser de las mismas.

En este punto nos hemos puesto a universalizar el hecho y no ha sido difícil descubrir las necesidades de humanización que se dan en nuestros entornos sociales y profesionales, quiénes son los que más sufren las consecuencias de la deshumanización cuando ésta se da en la Administración, o en los servicios públicos, o en los ámbitos profesionales concretos, así como en las empresas y otros trabajos especializados. Todo esto está siendo un primer paso de concienciación, deseamos entrar de lleno en el tema de humanizar nuestras profesiones, será apasionante seguir dándole vueltas y profundizando en la realidad para ver como sanarla y sanarnos a nosotros mismos.

Respecto al 'ocho y veinticinco' no dejo de darle vueltas al tema de los transeúntes que deambulan por las calles y viven a la intemperie. Durante las navidades, los medios de comunicación nos han hablado de tres instituciones que estaban preocupadas por este tema: Cáritas estaba haciendo un estudio de todos los que viven en las calles en Mérida y Badajoz para responder a sus necesidades atendiendo a sus características y demandas, conozco el proyecto y voluntarios que participan y los felicito por el tema y el modo de agenciarlo; Cruz Roja también hablaba de que salían por las noches con voluntarios para hablar con ellos y llevarles algo caliente; el Ayuntamiento de Badajoz también decía estar preocupado y llevando a cabo acciones. Sin embargo 'ocho y veinticinco' ha muerto sin nombre ni apellidos. Como mucha gente que colabora con una de estas instituciones, e incluso con las tres, yo lo hago con gusto, nos preguntamos: no sería mucho mejor que estas tres instituciones se sentaran juntas y se plantearan un proyecto común, que tuviera como centro a los pobres que están a la intemperie por encima de la identidad de cada una de ellas y que de verdad realizaran un planteamiento compartido que llevara a poner nombre y apellidos, desde la justicia y el compromiso, a todos los sin nombre. No estaría nada mal que el Ayuntamiento pacense liderara esta iniciativa de trabajo común y se lanzara de una vez por todas para propiciar el ejercicio de la ciudadanía a través de estas instituciones y su personal técnico y de voluntariado, dejando ese deseo de buscar glorias propias a costa de los que mueren sin nombre y apellidos.

Yo me quedo, como Toni, con el recuerdo de 'ocho y veinticinco' y más de un día haré a esa hora un minuto de silencio para escuchar atentamente la vida y acercarme a cualquier persona anónima que pase a mi lado para preguntarle su nombre y decirle el mío, como ha contado Agustín que hizo con la persona que se cruzaba todos los días al venir de llevar a sus hijos al colegio, después de tres años ya se llaman por sus nombres cuando se saludan y se desean los buenos días. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).