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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

impide I

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EXCOMUNIÓN Y VIDA ETERNA (I)
JOSÉ Mª RIVAS CONDE, corimayo@telefónica.net

ECLESALIA, 01/03/10.- El planteamiento formulado en mi anterior escrito “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA, 16/10/09), basta por sí solo para excluir universalmente la posibilidad de que la salvación eterna pueda ser vinculada por la Iglesia, ni por nadie, a atadura alguna de índole temporal y derogable. Sin embargo, no parece superfluo detenerse en la de la excomunión, dadas sus propias repercusiones.

Su carácter temporal quedó nuevamente de manifiesto con la desatadura, hizo en enero un año, de la que pesaba desde el 2 de julio de 1988 sobre los cuatro obispos lefebvrianos. Pero no me fijaré en ésta, por la polvareda que de hecho ha levantado; sino en otra, también incuestionablemente histórica, que ya carece de resonancias ocasionales y resulta más expresiva en relación a mi planteamiento. Hablo de la lanzada el 16de julio de 1054 contra el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, por el Cardenal Humberto, en nombre del papa León IX. En ella quedaron incluidos los patriarcados adheridos al anterior y muchas de las iglesias eslavas de oriente, que se sumaron a Miguel Cerulario ya antes de acabar el siglo XI. Aunque vigente desde entonces, quedó desatada por Paulo VI el 7 de diciembre de 1965, a la vez que el patriarca de Constantinopla Atenágoras, anulaba por su parte el anatema contra Roma, con que Miguel Cerulario había respondido en su día.

La excomunión y el anatema se afirman expulsión de la Iglesia; católicos y ortodoxos juzgamos dogma de fe que “fuera de ella no hay salvación ninguna” y ambos nos creemos la Iglesia verdadera. Siendo así, por pura coherencia lógica y sin más (salvo que se teja acomodaticiamente o a lo loco, no en serio y con simplicidad), tanto unos como otros deberíamos decir que resultaron condenados al infierno todos los del otro “bando”, fallecidos durante los nueve siglos que duró la excomunión mutua. No digo, y menos a estas alturas (como suele comentarse), que haya de tenerse por ejecutada esa condena; sino que es la conclusión lógicamente exigida sin escapatoria posible, a partir de los asertos que le sirven de base. Pero, ni ambos “bandos” podrían tener razón a la vez; ni, fuere cual fuese el que la tuviere, sería admisible en modo alguno la propia conclusión. Esto, por la imposibilidad evidenciada en mi anterior escrito, como recordé al empezar, de vincular la condenación eterna a atadura temporal, tal cual son la excomunión y el anatema. Por tanto, o se niega que éstos excluyen de la Iglesia, o se afirma que es falso lo de no haber salvación fuera de ella. Estas dos cosas tampoco pueden ser verdaderas a la vez.

No parece lo más razonable optar por lo último, por lo muy asentado que está dicho axioma en el testimonio de Pedro ante Anás y el sanhedrín: Jesucristo Nazareno, la piedra desechada por vosotros, es la piedra angular y “no se da la salvación en ninguno otro, porque no existe bajo el cielo otro nombre, dado a los hombres, por el que hayamos de ser salvos” (Hch 4,12). Lo atinado, entonces, será quedarse con lo primero: la excomunión y el anatema no excluyen de la Iglesia. Al menos de la que fuera de la cual no hay salvación, es decir, de la de Jesús; sino de otra. Pero, no hay más que las varias que se proclaman la verdadera de Jesús, a las cuales pertenecemos por lo menos socialmente, unos a una y otros a otra. En prevención de confusiones, las llamo aquí societarias, denominación compatible con su obvia pluralidad.

Aunque los autores de la recíproca excomunión recordada pretendieron mucho más; lo máximo que podían conseguir, fuera o no con abuso de poder, era expulsar, uno, de la iglesia católica romana; el otro, de la católica ortodoxa. Pero nunca y de ningún modo de la de Jesús; es decir, de la formada por cuantos, pese a nuestras diferencias, coincidimos en creer que Él es el Mesías, el Hijo del Dios viviente, la piedra angular de nuestra salvación. Esta fe bastó para que el propio Jesús declarase Pétros de su Iglesia a Simón Baryona (Mt 16,17), aunque éste ignorase, por lo menos en ese momento, muchas de las cosas del actual Catecismo Católico. Esta fe es la que entonces, ahora y siempre basta para ser de la Iglesia de Jesús (Hch 8,36-39; etc.).

Las iglesias societarias no pueden considerarse sino plasmaciones diversas de la misma y única Iglesia de Jesús, propias de este siglo, de las que Ella se liberará en la consumación del mundo, cuando Jesús nos tenga sentados en su trono, como Él ya lo está en el de su Padre (Ap 3,21). Ellas requieren de una adhesión explícita; mientras que a la de Jesús le basta la implícita, al menos la entrañada en el hacer el bien a los otros (Mt 25,34-40); y ésta, además, está desvinculada del tiempo, hasta tener cabida en ella los fallecidos antes de haber iglesias. Como José, el padre legal de Jesús; el ladrón que le invocó en la cruz; y tantísimos otros desde la creación del hombre (Ap 7,9-10).

La distinción y a la vez identidad, que así se afirma, entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias podría compararse con lo que sucede en la Eucaristía. No hay quien desconozca que el Cristo presente en todas es exactamente el mismo, aunque para ello tenga Él que multiplicar su presencia continuamente por toda nuestra geografía. Es más, aunque se trate de las ortodoxas, las anglicanas, las coptas o cualesquiera otras que sean tan eucaristías como las católicas, nunca faltará en ellas la presencia del mismo Jesús, a pesar de las diferencias rituales, ligüísticas e incluso doctrinales, que las distinguen de las nuestras y entre sí.

De igual modo, las diferencias societarias no impiden ser Iglesia de Jesús a ninguna unidad de creyentes en su condición de Salvador único, de Mesías e Hijo de Dios vivo; sino que Ella se da en todas por encima y por detrás de dichas diferencias, las cuales, aunque pueden deteriorar la respectiva aptitud para trasladar al mundo con nitidez el mensaje de Dios, no destruyen su íntimo ser Iglesia de Jesús. Lo mismo que el hombre no deja de ser hombre, ni nadie puede privarle de serlo o excluirlo del conjunto unitario de la humanidad, por más numerosas y más serias anomalías que padezca. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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