credibilidad
Ante la elección del nuevo Papa
COLECTIVOS, REVISTAS, PASTORES, TEÓLOGOS/AS Y ESCRITORES/AS*
ECLESALIA, 13/04/05.- La muerte del Papa Juan Pablo II se presenta ante el mundo, y en especial ante la Iglesia, como un hecho de primera magnitud, que invita a reflexionar sobre el significado y misión de la Iglesia católica.
Juan Pablo II ha hecho del planeta tierra su casa y ha proyectado sobre él su afán misionero de unir la humanidad en el respeto, diálogo y colaboración y en una lucha no violenta contra la pobreza y la injusticia, y a favor de la paz. Y en esa tarea se ha empeñado con indomable energía hasta el último aliento. Es, sin duda, la imagen que más ha calado y que, a la hora de su muerte, ha hecho concentrar la atención universal en Roma: el Papa símbolo de valores universales como la justicia, la fraternidad y la paz.
Este Papa, que ha dispuesto como pocos en la historia del poder y la gloria, ha mantenido siempre abierta la conciencia de su finitud y acabamiento terreno, de una esperanza inquebrantable en la resurrección, que no ha eclipsado ni siquiera la cruz de su progresiva invalidez. Este ejemplo, clavado en las pantallas de todo el mundo, ha sido un revulsivo contra el ateísmo, contra esa tendencia que anega al mundo en un humus materialista o ciega las conciencias a las preguntas últimas de la vida. ¿Un hombre así, tan entero y universal, se va a la nada o entra en el esplendor de una vida interminable? Muchos se habrán preguntado si el cimiento y meta últimos de la vida no rebasan el horizonte de este mundo.
Por un largo e intensísimo instante histórico los medios de comunicación dejaron de ser el escaparte de lo unidimensional para abrir los corazones a la honda, inmensa, nunca satisfecha polifonía de las preguntas radicales.
Pensamos, no obstante, que la mejor fidelidad no consiste en una alabanza acrítica y panegírica del pontificado. Desde luego, no consiste en eso la mejor fidelidad evangélica. Esta pide más bien sinceridad y autenticidad, agradecer la vida y seguir el ejemplo, no para copiar de manera acrítica, sino para continuar y avanzar en aquello que la vida de la Iglesia vaya descubriendo como la mejor manera de encarnar la llamada evangélica para el mundo de hoy.
El hecho público y espectacular de la figura del Papa contrasta con otro más interno, propio de su Iglesia: su pontificado ha provocado tensiones en amplios sectores de la cristiandad, precisamente por haber adoptado posiciones alejadas del espíritu y planteamientos del Vaticano II. Este concilio suscitó una primavera de luz y esperanza en la Iglesia, y supuso para no pocos una verdadera conmoción al ver cómo se modificaba la imagen de una iglesia heredada del pasado: eurocéntrica, altamente centralizada, jerárquica, clerical y antimoderna.
Apenas habían pasado 10 años y la curia romana comenzó a marcar rumbos distintos a los del concilio. La minoría perdedora, se decía, comenzaba a sacar cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
La inicial y eufórica ilusión ante la elección de Wojtyla comenzó a desvanecerse en cuestión de meses. Juan Pablo venía de una formación tradicionalista, de un contexto sociopolítico profundamente anticomunista y con una visión negativa de la modernidad: la Iglesia había perdido prestigio y hegemonía en la sociedad, la religión se veía reducida al ámbito de lo privado, al mismo tiempo que avanzaba el ateismo, el laicismo y el materialismo.
La opción fue restaurar, es decir, reconducir todo al pasado. Los males presentes se querían remediar reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: imperialista, centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna. Tal imagen chocaba con el modelo de Iglesia aprobado por el concilio: Iglesia pueblo de Dios, igualitaria y fraterna, solidaria con la humanidad, en diálogo con las ciencias y cultura moderna, comprometida con los pobres, participativa, libre y pluralista.
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia.
La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales y Legionarios de Cristo.
Si la Iglesia llevaba algún siglo de atraso en su actualización crítica respecto de la explosión cultural de la Modernidad, esta política supuso un fuerte estancamiento. Tapar los problemas parece traer calma; en realidad, retrasa la solución y agrava las consecuencias.
Este breve recuento de lo ocurrido en el interior de la Iglesia nos hace ver la situación vivida larga noche invernal, la llamó K. Rhaner- sembrando en muchos cansancio, y en otros desencanto y alejamiento.
El análisis, compartido por muchos, llevaba a constatar que, de hecho, con la perspectiva de sus más de veintiséis años de pontificado, la persona fue superior a la obra, sus gestos, más creíbles que su teología y , acaso por ello, un déficit grave acompañaba a este pontificado: la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza , el respeto y el diálogo. Todo un clima que hizo que, a pesar de grandes multitudes aplaudiendo al Papa en estadios y plazas, las iglesias se quedaran cada vez más vacías.
La restauración puede constituir una fase de la Iglesia, pero nunca parte de su modo ser. Mirando al futuro, nos atrevemos a señalar algunos de los trazos que la Iglesia debiera asumir en los comienzos del tercer milenio.
1. Una vuelta a Jesús. El rasgo más esencial, el que debiera ser como fundamento y meta de todos los demás, lo enmarcaríamos con palabras del mismo Juan Pablo II: No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo.
No hay reforma posible en la Iglesia sino es volviendo a Jesús. No hay más futuro para la Iglesia que el que viene de Jesús. La Iglesia sólo fue grande cuando ensayó humildemente el seguimiento de Jesús. Para discernir lo que es abuso, desviación o infidelidad en la Iglesia no tenemos más criba que el Evangelio. No la tradición, pero sí muchas de sus tradiciones pueden llevar a la Iglesia a un verdadero cautiverio.
La Iglesia no tiene más centralidad que la persona de Jesús, el hombre por excelencia. Y si ella pretende seguir a Jesús, no tiene si no seguir contando al mundo lo que ocurrió con Jesús, proclamar su enseñanza y su vida. Jesús no fue un soberano de este mundo, no fue rico, sino que vivió como un aldeano pobre y, por su programa, -anuncio del Reino de Dios: dignidad, igualdad y emancipación de los más pobres- fueron los grandes de este mundo ( imperio y sinagoga) los que lo persiguieron y eliminaron. Su condena a morir en la cruz, arrojado fuera de la ciudad como a un estercolero, es la muestra suprema de su incompatibilidad con los señores de este mundo. Destrozado por el poder, es el siervo sufriente, imagen de otros innumerables siervos, derrotados por los que gobiernan y se hacen llamar señores, pero acreditado y resucitado por Dios mismo.
A esta orientación básica se opone una manera ostentosa y ritualista de presentar la fe evangélica, escasamente comprometida con los problemas de la vida, y que trata de defenderse sin rodeos frente al ateísmo marxista, pero que no lo hace con la misma contundencia frente al capitalismo vestido con piel de oveja cristiana, al no apoyar y haber condenado las distintas formas de la teología moderna y, en especial, de la teología de la liberación.
2. Una Iglesia servicial. Lo que Dios desea para el mundo, en perspectiva cristiana, lo ha hecho manifiesto a través de Jesús. Y la Iglesia, si algún encargo tiene, es el de manifestar lo hecho por Jesús. Nunca la Iglesia es meta de sí misma. La salvación viene de Jesús, no de la Iglesia. Nunca ella tuvo otro Señor.
La vocación de la Iglesia, a semejanza de Jesús, es servir, no dominar: Sirvienta de la humanidad, decía el Papa Pablo VI. Este servicio lo hace viviendo en el mundo, sintiéndose parte del mundo y en solidaridad con él, pues el mundo es el único tema por el que Dios se interesa. Y ahí , con humilde acompañamiento, ayudar a hacer inteligible y digna la vida, y hacer de ella una comunidad de iguales, sin castas ni clases, sin ricos ni mendigos, sin imposiciones ni anatemas y sin recetarios de moral sexual. Su objetivo primero es cuidar de lo penúltimo (hambre, vivienda, ropa, calzado, salud, educación ....) para cuidarse de lo último, aquellos problemas que no nos dejan dormir después de haber trabajado (finitud, soledad ante la muerte, sentido de la vida, el dolor y el mal, ...).
A esta tarea la Iglesia debe llegar siempre equipada por la fe y espíritu de servicio a la humanidad. Demasiadas veces da la impresión de que le sobran certezas y le faltan duda, libertad, disenso y diálogo. Nunca más, pues, excomuniones del mundo o soluciones a sus problemas con vuelta al oscurantismo sino al mensaje de Jesús.
3. Democratización de la Iglesia. La democratización de la Iglesia es asunto suyo vital para que pueda adquirir credibilidad en la sociedad actual. Pero esa democratización no es posible sin lograr una previa y justa desclericalización. Sólo una Iglesia desclericalizada hace que la Iglesia sea de verdad una Iglesia de hermanos e iguales. Y este objetivo no se logra ciertamente por las sendas de un sacerdocio presbiteral superior, privilegiado y excluyente, tal como aparece hoy configurado, con concentración absoluta del poder en el vértice y delegado en los demás grados de la jerarquía.
Para emprender este camino hay que partir de la vida de Jesús, el cual, siendo laico, produjo un cambio de sacerdocio (Hb 7,12), fue sacerdote por la fuerza de una vida indestructible (Hb 7,16). La constitución del sacerdocio de Jesús está en que se asemeja a sus hermanos, es compasivo, prueba el sufrimiento, ofrece en su vida mortal oraciones a gritos y lágrimas, es decir, se identifica con su pueblo, sin avergonzarse de llamarlos hermanos. La vida entera de Jesús fue una vida sacerdotal, en el sentido de que se hizo hombre, fue un pobre, luchó por la justicia, fustigó los vicios del poder, se identificó con los más oprimidos, los defendió, acogió y trató sin discriminación a las mujeres, entró en conflicto con los que tenían otra imagen de Dios y de la religión y tuvo que aceptar por fidelidad ser perseguido y morir crucificado fuera de la ciudad. Este original sacerdocio de Jesús es el que hay que proseguir en la historia.
Consecuentemente, es esto lo que enseña el Vaticano II: Todos los bautizados son consagrados como sacerdocio santo (LG, 10).
Como enseña el apóstol Pablo hay en la Iglesia diversidad de funciones, pero ninguna de ellas se traduce en rango, superioridad o dominio. Todos son hermanos y hermanas y, en consecuencia, iguales. Una tarea ésta inmensa de cara a las mujeres, doblemente discriminadas en la Iglesia como laicas y mujeres.
La responsabilidad es de todos, dentro de un modelo comunitario, con diversidad de carismas, derramados por el Espíritu para el servicio de la comunidad. Una iglesia comunitaria y pluralista.
El Vaticano II no pone el fundamento radical de la Iglesia en el esquema bipolar clérigos-lacios que quite protagonismo, participación y responsabilidad a la asamblea cristiana.
Todo cristiano y toda cristiana participan en la triple función de Cristo: enseñar, santificar y gobernar. La Iglesia entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Cristo, sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano e inmundo, de los echados fuera. Este sacerdocio es lo primero y sustancial; el otro, el presbiteral, es un ministerio y como ordenado al común es posterior, secundario y de servicio. El presbítero es, antes que nada, ministro de la Palabra, que debe comunicar a todos, sin que se vea ceñido casi exclusivamente al altar y a la administración de los sacramentos.
4. Otras consecuencias obligadas. Las exigencias a sacar de esta primigenia visión y modelo de Iglesia son mera consecuencia.
Revisión del ministerio petrino del papa
Hay que remodelar la visión centralista y omnipotente del ministerio petrino -primado papal- y de la curia romana en todos sus dicasterios. La figura organizativa de nuestra Iglesia se asemeja más a la figura de una monarquía absoluta del pasado que a una Iglesia pueblo de Dios, democrática, profundamente igual, fraterna y participativa. Disculpas como las de que la Iglesia no es una democracia (de ordinario sin añadir que tampoco es una monarquía) ya no pueden engañar en una cultura crítica, ya educada en valores democráticos. A pesar de la práctica contraria de siglos, este punto es de gran importancia: no es posible la renovación sin democracia y una Iglesia no democrática, en un mundo cada vez más convencido de los valores democráticos, seguirá haciendo increíble el Evangelio y ocultando el rostro de Dios a las nuevas generaciones.
Esta democratización se hace real respetando la autonomía de los grandes sujetos serviciales de la Iglesia: sínodos, conferencias episcopales, congregaciones religiosas y otras instituciones y carismas en orden a asegurar un ejercicio más comunitario y corresponsable de la autoridad. No se puede mantener en nuestros días un gobierno estrictamente piramidal mediante justificaciones de una teología fundamentalista. Los cargos deben ser designados democráticamente, deben ser elegidos y no vitalicios, las consultas deben ser de ordinario deliberativas. La doctrina conciliar no cuadra con el modelo de hecho vigente, que va además contra la recomendación evangélica : vuestro gobierno no sea como el de los tiranos y poderosos que avasallan (cf. Mc 10,42-45; Mt 20,25-28; Lc 22,25-27).
En este sentido, repitiendo palabras del obispo Pedro Casaldáliga no creemos en el Vaticano como Estado, como poderío, como burocracia, pues embaraza el paso de la Iglesia de Jesús y deseamos que se acabe. Ni aceptamos las Nunciaturas como ministerio eclesial, porque las sentimos, por lo menos, anacrónicamente desplazadas y descubrimos en ellas interferencias de la Diplomacia en desfavor del Evangelio.
Igualmente creemos que el Papa, como los demás obispos, debiera seguir la norma -tan sabia y elemental- del retiro a los 75 años e incluso de limitar temporalmente los cargos como única manera de mantener el gobierno de la Iglesia al ritmo de una historia acelerada. No existen razones de fondo que lo impidan.
Reconocimiento de los derechos humanos
El Vaticano II proclama que los cristianos deben promover y reconocer los derechos humanos, que estos derechos son universales e inviolables, santos, que nadie dentro de la Iglesia puede ser privado de ellos y que el Evangelio es máxima garantía de su cumplimiento. Este reconocimiento exige:
- Una puesta en práctica de la reforma del Derecho Canónico, según la demanda el Evangelio, el Vaticano II y los signos de los tiempos.
La igualdad de las mujeres dentro de la Iglesia a todos los efectos.
- Una clara distinción entre los tres poderes (legislativo, judicial, ejecutivo) propios de todo Estado de derecho.
- Un reconocimiento práctico de la libertad de investigación bíblica y teológica, de pensamiento, de enseñanza y de expresión pública.
- Un diálogo epistemológico con las diversas ciencias y cultura de nuestro tiempo, sin negarles autonomía y libertad.
- Un ecumenismo y diálogo interreligioso que admita la pluralidad de caminos para la salvación, sin auto-reservarse el monopolio de Dios y de la verdad. Juan Pablo II hizo gestos simbólicos frente a las iglesias evangélicas y ortodoxas, con los judíos y los musulmanes, con los budistas e hindúes y las religiones ancestrales de África. Estos y otros hechos constituyen una llamada a revisar el ejercicio del Primado, a no prohibir la intercomunión entre cristianos y a evitar la cerrazón mostrada por la Dominus Jesus con relación al problema general de las religiones.
- La correspondiente autonomía de la moral y su carácter histórico exigen repensar los valores fundamentales en nuevos contextos, sin acudir a la imposición por vía de autoridad, sino por fundamentación en razones científico-morales (sería el caso de poner al día las posiciones intransigentes respecto a los homosexuales y lesbianas, curas casados, divorciados, etc.). Una moral no resulta hoy convincente pretendiendo poseer de antemano todas las respuestas sino buscando, en diálogo con las demás instancias culturales, nuevas soluciones para los nuevos problemas. La experiencia demuestra que las posturas rígidas y dogmáticas en este campo, lejos de contribuir a una justa moralización de la sociedad, desacreditan el anuncio religioso y dejan sin orientación a las partes más desamparadas y sensibles de la sociedad.
Santo ya
Finalmente, queremos referirnos a la consigna ya aireada de que Juan Pablo II sea proclamado santo. Pensamos que la iniciativa no ha sido espontánea sino inducida por sectores de iglesia, sobradamente conocidos por su talante conservador y coreada acríticamente por los medios. Si la santidad cristiana tiene como medida el seguimiento de Jesús, pensamos que el pontificado de Juan Pablo II ofrece, en aspectos importantes, defectos y contradicciones impropias del seguimiento de Jesús. Su pontificado fue ocasión de frustración y sufrimiento para muchos fieles de la Iglesia.
Por esto, porque creemos que la aclamación de santo pretende canonizar un modelo de Iglesia, más acorde con intereses de grupos particulares que con los de la iglesia universal y contribuiría a glorificar más que las virtudes personales de Juan Pablo II, la parcialidad y la exclusión, denunciamos este sospechoso intento y exigimos que no se haga creer demanda del pueblo de Dios lo que es demanda interesada de grupos neoconservadores.
El nuevo Papa, con su Iglesia, tiene frente a sí grandes retos. El mejor tributo al Papa Juan Pablo II está en prolongar su intención y hacer fructificar sus mejores semillas. Lo expresamos con fe y con la esperanza de una Iglesia más evangélica y una humanidad más humana.
*SUSCRIBEN EL DOCUMENTO
Colectivos: Centre dEstudis Cristianismo i Justicia, Centro Evangelio y Liberación, Colectivo Vera Paz, Comisión de Asuntos Religiosos COGAM, Comités de Solidaridad Oscar Romero, Comunidades Cristianas Populares, Corriente Somos Iglesia, Cristianos por el Socialismo, Iglesia de Base de Madrid, MOCEOP, Mujeres y Teología, Mulleres Cristias Galegas, Fundación Pueblo Indio.
Revistas: Eclesalia Informativo, Editorial El Almendro, Encrucillada, Éxodo, Iglesia Viva, Periódico Alandar, Reflexión y Liberación, Saó, Tiempo de Hablar, Utopía.
Pastores, teólogos y escritores: Pedro Casaldáliga (obispo), Amadeu Bonet i Boldú (presidente del Consejo diocesano de Movimientos de Acción Católica de LLeida), Julio Luis, Benjamín Forcano ,Giulio Girardi, Evaristo Villar, Rufino Velasco, ( de la Asociación Juan XXIII), Juán Masiá, Fernando del Valle, Jaime Escobar Martínez, José Luis Barbero, José María García-.Mauriño, José Argüello...
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ECLESALIA, 13/04/05.- La muerte del Papa Juan Pablo II se presenta ante el mundo, y en especial ante la Iglesia, como un hecho de primera magnitud, que invita a reflexionar sobre el significado y misión de la Iglesia católica.
Juan Pablo II ha hecho del planeta tierra su casa y ha proyectado sobre él su afán misionero de unir la humanidad en el respeto, diálogo y colaboración y en una lucha no violenta contra la pobreza y la injusticia, y a favor de la paz. Y en esa tarea se ha empeñado con indomable energía hasta el último aliento. Es, sin duda, la imagen que más ha calado y que, a la hora de su muerte, ha hecho concentrar la atención universal en Roma: el Papa símbolo de valores universales como la justicia, la fraternidad y la paz.
Este Papa, que ha dispuesto como pocos en la historia del poder y la gloria, ha mantenido siempre abierta la conciencia de su finitud y acabamiento terreno, de una esperanza inquebrantable en la resurrección, que no ha eclipsado ni siquiera la cruz de su progresiva invalidez. Este ejemplo, clavado en las pantallas de todo el mundo, ha sido un revulsivo contra el ateísmo, contra esa tendencia que anega al mundo en un humus materialista o ciega las conciencias a las preguntas últimas de la vida. ¿Un hombre así, tan entero y universal, se va a la nada o entra en el esplendor de una vida interminable? Muchos se habrán preguntado si el cimiento y meta últimos de la vida no rebasan el horizonte de este mundo.
Por un largo e intensísimo instante histórico los medios de comunicación dejaron de ser el escaparte de lo unidimensional para abrir los corazones a la honda, inmensa, nunca satisfecha polifonía de las preguntas radicales.
Pensamos, no obstante, que la mejor fidelidad no consiste en una alabanza acrítica y panegírica del pontificado. Desde luego, no consiste en eso la mejor fidelidad evangélica. Esta pide más bien sinceridad y autenticidad, agradecer la vida y seguir el ejemplo, no para copiar de manera acrítica, sino para continuar y avanzar en aquello que la vida de la Iglesia vaya descubriendo como la mejor manera de encarnar la llamada evangélica para el mundo de hoy.
El hecho público y espectacular de la figura del Papa contrasta con otro más interno, propio de su Iglesia: su pontificado ha provocado tensiones en amplios sectores de la cristiandad, precisamente por haber adoptado posiciones alejadas del espíritu y planteamientos del Vaticano II. Este concilio suscitó una primavera de luz y esperanza en la Iglesia, y supuso para no pocos una verdadera conmoción al ver cómo se modificaba la imagen de una iglesia heredada del pasado: eurocéntrica, altamente centralizada, jerárquica, clerical y antimoderna.
Apenas habían pasado 10 años y la curia romana comenzó a marcar rumbos distintos a los del concilio. La minoría perdedora, se decía, comenzaba a sacar cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
La inicial y eufórica ilusión ante la elección de Wojtyla comenzó a desvanecerse en cuestión de meses. Juan Pablo venía de una formación tradicionalista, de un contexto sociopolítico profundamente anticomunista y con una visión negativa de la modernidad: la Iglesia había perdido prestigio y hegemonía en la sociedad, la religión se veía reducida al ámbito de lo privado, al mismo tiempo que avanzaba el ateismo, el laicismo y el materialismo.
La opción fue restaurar, es decir, reconducir todo al pasado. Los males presentes se querían remediar reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: imperialista, centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna. Tal imagen chocaba con el modelo de Iglesia aprobado por el concilio: Iglesia pueblo de Dios, igualitaria y fraterna, solidaria con la humanidad, en diálogo con las ciencias y cultura moderna, comprometida con los pobres, participativa, libre y pluralista.
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia.
La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales y Legionarios de Cristo.
Si la Iglesia llevaba algún siglo de atraso en su actualización crítica respecto de la explosión cultural de la Modernidad, esta política supuso un fuerte estancamiento. Tapar los problemas parece traer calma; en realidad, retrasa la solución y agrava las consecuencias.
Este breve recuento de lo ocurrido en el interior de la Iglesia nos hace ver la situación vivida larga noche invernal, la llamó K. Rhaner- sembrando en muchos cansancio, y en otros desencanto y alejamiento.
El análisis, compartido por muchos, llevaba a constatar que, de hecho, con la perspectiva de sus más de veintiséis años de pontificado, la persona fue superior a la obra, sus gestos, más creíbles que su teología y , acaso por ello, un déficit grave acompañaba a este pontificado: la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza , el respeto y el diálogo. Todo un clima que hizo que, a pesar de grandes multitudes aplaudiendo al Papa en estadios y plazas, las iglesias se quedaran cada vez más vacías.
La restauración puede constituir una fase de la Iglesia, pero nunca parte de su modo ser. Mirando al futuro, nos atrevemos a señalar algunos de los trazos que la Iglesia debiera asumir en los comienzos del tercer milenio.
1. Una vuelta a Jesús. El rasgo más esencial, el que debiera ser como fundamento y meta de todos los demás, lo enmarcaríamos con palabras del mismo Juan Pablo II: No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo.
No hay reforma posible en la Iglesia sino es volviendo a Jesús. No hay más futuro para la Iglesia que el que viene de Jesús. La Iglesia sólo fue grande cuando ensayó humildemente el seguimiento de Jesús. Para discernir lo que es abuso, desviación o infidelidad en la Iglesia no tenemos más criba que el Evangelio. No la tradición, pero sí muchas de sus tradiciones pueden llevar a la Iglesia a un verdadero cautiverio.
La Iglesia no tiene más centralidad que la persona de Jesús, el hombre por excelencia. Y si ella pretende seguir a Jesús, no tiene si no seguir contando al mundo lo que ocurrió con Jesús, proclamar su enseñanza y su vida. Jesús no fue un soberano de este mundo, no fue rico, sino que vivió como un aldeano pobre y, por su programa, -anuncio del Reino de Dios: dignidad, igualdad y emancipación de los más pobres- fueron los grandes de este mundo ( imperio y sinagoga) los que lo persiguieron y eliminaron. Su condena a morir en la cruz, arrojado fuera de la ciudad como a un estercolero, es la muestra suprema de su incompatibilidad con los señores de este mundo. Destrozado por el poder, es el siervo sufriente, imagen de otros innumerables siervos, derrotados por los que gobiernan y se hacen llamar señores, pero acreditado y resucitado por Dios mismo.
A esta orientación básica se opone una manera ostentosa y ritualista de presentar la fe evangélica, escasamente comprometida con los problemas de la vida, y que trata de defenderse sin rodeos frente al ateísmo marxista, pero que no lo hace con la misma contundencia frente al capitalismo vestido con piel de oveja cristiana, al no apoyar y haber condenado las distintas formas de la teología moderna y, en especial, de la teología de la liberación.
2. Una Iglesia servicial. Lo que Dios desea para el mundo, en perspectiva cristiana, lo ha hecho manifiesto a través de Jesús. Y la Iglesia, si algún encargo tiene, es el de manifestar lo hecho por Jesús. Nunca la Iglesia es meta de sí misma. La salvación viene de Jesús, no de la Iglesia. Nunca ella tuvo otro Señor.
La vocación de la Iglesia, a semejanza de Jesús, es servir, no dominar: Sirvienta de la humanidad, decía el Papa Pablo VI. Este servicio lo hace viviendo en el mundo, sintiéndose parte del mundo y en solidaridad con él, pues el mundo es el único tema por el que Dios se interesa. Y ahí , con humilde acompañamiento, ayudar a hacer inteligible y digna la vida, y hacer de ella una comunidad de iguales, sin castas ni clases, sin ricos ni mendigos, sin imposiciones ni anatemas y sin recetarios de moral sexual. Su objetivo primero es cuidar de lo penúltimo (hambre, vivienda, ropa, calzado, salud, educación ....) para cuidarse de lo último, aquellos problemas que no nos dejan dormir después de haber trabajado (finitud, soledad ante la muerte, sentido de la vida, el dolor y el mal, ...).
A esta tarea la Iglesia debe llegar siempre equipada por la fe y espíritu de servicio a la humanidad. Demasiadas veces da la impresión de que le sobran certezas y le faltan duda, libertad, disenso y diálogo. Nunca más, pues, excomuniones del mundo o soluciones a sus problemas con vuelta al oscurantismo sino al mensaje de Jesús.
3. Democratización de la Iglesia. La democratización de la Iglesia es asunto suyo vital para que pueda adquirir credibilidad en la sociedad actual. Pero esa democratización no es posible sin lograr una previa y justa desclericalización. Sólo una Iglesia desclericalizada hace que la Iglesia sea de verdad una Iglesia de hermanos e iguales. Y este objetivo no se logra ciertamente por las sendas de un sacerdocio presbiteral superior, privilegiado y excluyente, tal como aparece hoy configurado, con concentración absoluta del poder en el vértice y delegado en los demás grados de la jerarquía.
Para emprender este camino hay que partir de la vida de Jesús, el cual, siendo laico, produjo un cambio de sacerdocio (Hb 7,12), fue sacerdote por la fuerza de una vida indestructible (Hb 7,16). La constitución del sacerdocio de Jesús está en que se asemeja a sus hermanos, es compasivo, prueba el sufrimiento, ofrece en su vida mortal oraciones a gritos y lágrimas, es decir, se identifica con su pueblo, sin avergonzarse de llamarlos hermanos. La vida entera de Jesús fue una vida sacerdotal, en el sentido de que se hizo hombre, fue un pobre, luchó por la justicia, fustigó los vicios del poder, se identificó con los más oprimidos, los defendió, acogió y trató sin discriminación a las mujeres, entró en conflicto con los que tenían otra imagen de Dios y de la religión y tuvo que aceptar por fidelidad ser perseguido y morir crucificado fuera de la ciudad. Este original sacerdocio de Jesús es el que hay que proseguir en la historia.
Consecuentemente, es esto lo que enseña el Vaticano II: Todos los bautizados son consagrados como sacerdocio santo (LG, 10).
Como enseña el apóstol Pablo hay en la Iglesia diversidad de funciones, pero ninguna de ellas se traduce en rango, superioridad o dominio. Todos son hermanos y hermanas y, en consecuencia, iguales. Una tarea ésta inmensa de cara a las mujeres, doblemente discriminadas en la Iglesia como laicas y mujeres.
La responsabilidad es de todos, dentro de un modelo comunitario, con diversidad de carismas, derramados por el Espíritu para el servicio de la comunidad. Una iglesia comunitaria y pluralista.
El Vaticano II no pone el fundamento radical de la Iglesia en el esquema bipolar clérigos-lacios que quite protagonismo, participación y responsabilidad a la asamblea cristiana.
Todo cristiano y toda cristiana participan en la triple función de Cristo: enseñar, santificar y gobernar. La Iglesia entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Cristo, sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano e inmundo, de los echados fuera. Este sacerdocio es lo primero y sustancial; el otro, el presbiteral, es un ministerio y como ordenado al común es posterior, secundario y de servicio. El presbítero es, antes que nada, ministro de la Palabra, que debe comunicar a todos, sin que se vea ceñido casi exclusivamente al altar y a la administración de los sacramentos.
4. Otras consecuencias obligadas. Las exigencias a sacar de esta primigenia visión y modelo de Iglesia son mera consecuencia.
Revisión del ministerio petrino del papa
Hay que remodelar la visión centralista y omnipotente del ministerio petrino -primado papal- y de la curia romana en todos sus dicasterios. La figura organizativa de nuestra Iglesia se asemeja más a la figura de una monarquía absoluta del pasado que a una Iglesia pueblo de Dios, democrática, profundamente igual, fraterna y participativa. Disculpas como las de que la Iglesia no es una democracia (de ordinario sin añadir que tampoco es una monarquía) ya no pueden engañar en una cultura crítica, ya educada en valores democráticos. A pesar de la práctica contraria de siglos, este punto es de gran importancia: no es posible la renovación sin democracia y una Iglesia no democrática, en un mundo cada vez más convencido de los valores democráticos, seguirá haciendo increíble el Evangelio y ocultando el rostro de Dios a las nuevas generaciones.
Esta democratización se hace real respetando la autonomía de los grandes sujetos serviciales de la Iglesia: sínodos, conferencias episcopales, congregaciones religiosas y otras instituciones y carismas en orden a asegurar un ejercicio más comunitario y corresponsable de la autoridad. No se puede mantener en nuestros días un gobierno estrictamente piramidal mediante justificaciones de una teología fundamentalista. Los cargos deben ser designados democráticamente, deben ser elegidos y no vitalicios, las consultas deben ser de ordinario deliberativas. La doctrina conciliar no cuadra con el modelo de hecho vigente, que va además contra la recomendación evangélica : vuestro gobierno no sea como el de los tiranos y poderosos que avasallan (cf. Mc 10,42-45; Mt 20,25-28; Lc 22,25-27).
En este sentido, repitiendo palabras del obispo Pedro Casaldáliga no creemos en el Vaticano como Estado, como poderío, como burocracia, pues embaraza el paso de la Iglesia de Jesús y deseamos que se acabe. Ni aceptamos las Nunciaturas como ministerio eclesial, porque las sentimos, por lo menos, anacrónicamente desplazadas y descubrimos en ellas interferencias de la Diplomacia en desfavor del Evangelio.
Igualmente creemos que el Papa, como los demás obispos, debiera seguir la norma -tan sabia y elemental- del retiro a los 75 años e incluso de limitar temporalmente los cargos como única manera de mantener el gobierno de la Iglesia al ritmo de una historia acelerada. No existen razones de fondo que lo impidan.
Reconocimiento de los derechos humanos
El Vaticano II proclama que los cristianos deben promover y reconocer los derechos humanos, que estos derechos son universales e inviolables, santos, que nadie dentro de la Iglesia puede ser privado de ellos y que el Evangelio es máxima garantía de su cumplimiento. Este reconocimiento exige:
- Una puesta en práctica de la reforma del Derecho Canónico, según la demanda el Evangelio, el Vaticano II y los signos de los tiempos.
La igualdad de las mujeres dentro de la Iglesia a todos los efectos.
- Una clara distinción entre los tres poderes (legislativo, judicial, ejecutivo) propios de todo Estado de derecho.
- Un reconocimiento práctico de la libertad de investigación bíblica y teológica, de pensamiento, de enseñanza y de expresión pública.
- Un diálogo epistemológico con las diversas ciencias y cultura de nuestro tiempo, sin negarles autonomía y libertad.
- Un ecumenismo y diálogo interreligioso que admita la pluralidad de caminos para la salvación, sin auto-reservarse el monopolio de Dios y de la verdad. Juan Pablo II hizo gestos simbólicos frente a las iglesias evangélicas y ortodoxas, con los judíos y los musulmanes, con los budistas e hindúes y las religiones ancestrales de África. Estos y otros hechos constituyen una llamada a revisar el ejercicio del Primado, a no prohibir la intercomunión entre cristianos y a evitar la cerrazón mostrada por la Dominus Jesus con relación al problema general de las religiones.
- La correspondiente autonomía de la moral y su carácter histórico exigen repensar los valores fundamentales en nuevos contextos, sin acudir a la imposición por vía de autoridad, sino por fundamentación en razones científico-morales (sería el caso de poner al día las posiciones intransigentes respecto a los homosexuales y lesbianas, curas casados, divorciados, etc.). Una moral no resulta hoy convincente pretendiendo poseer de antemano todas las respuestas sino buscando, en diálogo con las demás instancias culturales, nuevas soluciones para los nuevos problemas. La experiencia demuestra que las posturas rígidas y dogmáticas en este campo, lejos de contribuir a una justa moralización de la sociedad, desacreditan el anuncio religioso y dejan sin orientación a las partes más desamparadas y sensibles de la sociedad.
Santo ya
Finalmente, queremos referirnos a la consigna ya aireada de que Juan Pablo II sea proclamado santo. Pensamos que la iniciativa no ha sido espontánea sino inducida por sectores de iglesia, sobradamente conocidos por su talante conservador y coreada acríticamente por los medios. Si la santidad cristiana tiene como medida el seguimiento de Jesús, pensamos que el pontificado de Juan Pablo II ofrece, en aspectos importantes, defectos y contradicciones impropias del seguimiento de Jesús. Su pontificado fue ocasión de frustración y sufrimiento para muchos fieles de la Iglesia.
Por esto, porque creemos que la aclamación de santo pretende canonizar un modelo de Iglesia, más acorde con intereses de grupos particulares que con los de la iglesia universal y contribuiría a glorificar más que las virtudes personales de Juan Pablo II, la parcialidad y la exclusión, denunciamos este sospechoso intento y exigimos que no se haga creer demanda del pueblo de Dios lo que es demanda interesada de grupos neoconservadores.
El nuevo Papa, con su Iglesia, tiene frente a sí grandes retos. El mejor tributo al Papa Juan Pablo II está en prolongar su intención y hacer fructificar sus mejores semillas. Lo expresamos con fe y con la esperanza de una Iglesia más evangélica y una humanidad más humana.
*SUSCRIBEN EL DOCUMENTO
Colectivos: Centre dEstudis Cristianismo i Justicia, Centro Evangelio y Liberación, Colectivo Vera Paz, Comisión de Asuntos Religiosos COGAM, Comités de Solidaridad Oscar Romero, Comunidades Cristianas Populares, Corriente Somos Iglesia, Cristianos por el Socialismo, Iglesia de Base de Madrid, MOCEOP, Mujeres y Teología, Mulleres Cristias Galegas, Fundación Pueblo Indio.
Revistas: Eclesalia Informativo, Editorial El Almendro, Encrucillada, Éxodo, Iglesia Viva, Periódico Alandar, Reflexión y Liberación, Saó, Tiempo de Hablar, Utopía.
Pastores, teólogos y escritores: Pedro Casaldáliga (obispo), Amadeu Bonet i Boldú (presidente del Consejo diocesano de Movimientos de Acción Católica de LLeida), Julio Luis, Benjamín Forcano ,Giulio Girardi, Evaristo Villar, Rufino Velasco, ( de la Asociación Juan XXIII), Juán Masiá, Fernando del Valle, Jaime Escobar Martínez, José Luis Barbero, José María García-.Mauriño, José Argüello...
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