Blogia
ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

estimulante

estimulante

DEL PESIMISMO A LA ESPERANZA
Por una pedagogía religiosa más estimulante
JULIÁN RUIZ DÍAZ, profesor de sociología y antropología
MADRID.

1.- La ambigüedad de nuestro mundo

ECLESALIA, 28/03/06.- Provocan estas reflexiones algunos rasgos y algunos ecos procedentes de la cotidiana bronca política, del estilo zafio y, desde luego, indigno de algunos medios de comunicación y teniendo presente el lenguaje pesimista y condenatorio, y no sin algún tremendismo, de parte de cierta jerarquía de la Iglesia cuando ésta se pronuncia, cuando formula juicios y toma medidas disciplinarias no sólo sobre los fieles cristianos sino sobre el estado actual de la sociedad. Todos recordamos todavía cómo, uno meses atrás, el propio Papa Benedicto XVI sentenciaba que Dios está “proscrito” de este mundo y andan sueltos “jabalíes devastando la viña del Señor”.

Sin minusvalorar y sin dejar de expresar la profunda tristeza que produce todo cuanto es indigno, y protestando por el envilecimiento del ambiente por culpa de la baja temperatura moral que se percibe aquí y allá, quiero fijarme de momento en la forma poco estimulante con que la Iglesia se hace presente en nuestra sociedad y trata de orientar a los hombres y mujeres a los que les ha caído en suerte vivir en este tiempo. Sus juicios y recomendaciones y, en general, su lenguaje autoritario, más judicial que místico, más organizativo que sapiencial, malamente ayudan a descubrir los signos de la presencia de Dios que sin duda existen en el devenir de este mundo, que es como es. Estando así las cosas, en medio de tantas ambigüedades y sabiendo que las circunstancias históricas son ineludibles, importa, ante todo, descubrir que la Causa de Dios está en trance de aparecer y desarrollarse. En cuanto a las circunstancias, sin duda las hay negativas y adversas, pero también, ¿cómo no?, existen las favorables. Sólo por esta razón, la situación de la humanidad actual no se merece tanto pesimismo ni necesita recomendaciones tan condenatorias y, a veces, también cicateras.

En la medida que el cristianismo, como, por lo demás, todas las religiones, tiene la función de anunciar el sentido transcendental de la vida y la misión de alentar el desarrollo ético del mundo, está bien que la Iglesia advierta a los cuatro vientos sobre los malhadados pasos con que la humanidad pervierte su devenir y desgracia su existencia. Sin embargo, antes y más que amonestar y condenar, urge excitar las energías y las ganas positivas que anidan en el alma de los humanos; también de nuestros contemporáneos. Esto es lo verdaderamente importante. También lo difícil. Razón por la que, justamente, se hace menos.

Es verdad que en el ancho mundo actual pasan cosas penosas. Sólo los necios no lo ven. Ahora bien, en tanto que realidades históricas son hechos absolutamente contingentes y por lo mismo evitables. Incluso los desastres naturales, tan frecuentes como catastróficos, producidos por una naturaleza desconcertantemente indiferente a los sentimientos y al dolor humanos, podrían ser menores, quizás evitarse, en todo caso, aliviarse, si los hombres, sobre todo los gobernantes y los poderosos, se organizaran de otra manera y tuvieran comportamientos más solidarios y sensatos. En cuanto al poder político, está claro que puede hacerlo manifiestamente mejor; asimismo, los que mandan en la economía, los magnates del dinero, podrían moverse con criterios menos capitalistas y crear una riqueza más participativa. Finalmente, los ciudadanos de a pie podríamos mostrar mayores niveles de civismo, respeto mutuo y solidaridad. Es decir, entre todos podríamos hacer que la sociedad que construimos día a día tuviera un estilo de más calidad sobre la base de valores más altos, más nobles.

Pues bien, a la vista del desarrollo social existente, todavía hoy marcado por tanta injusticia y tanto sufrimiento indebido, en medio de los desatinos y memeces existentes, son más pedagógicos los estímulos que las reprimendas, interesa más crear convicciones sobre lo que ya somos y suscitar ganas sobre lo que podemos ser, y no dedicarse a zaherir con reproches e invectivas y estar amonestando, un día y otro, con discursos más cicateros que sapienciales. Ciertamente no es la mejor manera de incentivar el ánimo y de estimular el deseo de cambiar el que al descarriado mundo se le estén echando en cara permanentemente sus errores y desaciertos, sus pecados. Quiero decir que es hora de sustituir el lenguaje legalista y vertical, es decir, autoritario, por otro más saludable, más sugerente y, a fin de cuentas, más religioso. No queda otra solución para acceder a las profundidades del espíritu que es donde brotan las ganas de ser personas decentes, hombres y mujeres libres, y desde donde los humanos se predisponen para el encuentro con Dios.

2.- Razones para la esperanza

Aunque no son necesarias especiales alturas metafísicas ni imprescindibles sutiles análisis antropológicos, sí que es fundamental saber de qué está hecha nuestra condición humana básica, reconocer, en resumidas cuentas, qué somos naturalmente, pues en lo que somos y no en espejismos ni en ilusiones se fundamenta la esperanza de lo que podemos ser, siempre a partir del estado y de las circunstancias en que nos encontramos unos y otros. Por lo pronto, empezamos aceptando que la condición humana es una maravilla de la naturaleza, sin duda la suprema del planeta tierra. Se trata de la condición sapiens, ese portento salido de la evolución biológica, tras millones de años de ensayos y vicisitudes. Es decir, el proceso evolutivo logró por fin sacar el viviente más equipado y potente que no es otro que el hombre natural, o sea, el hombre común.

Queremos decir, que el hombre está ya inventado y cuenta con un equipamiento que le dota indestructiblemente con capacidades asombrosas, si bien un tanto paradójicas, ya que la humanización necesaria en lo personal y en lo colectivo es algo esencialmente pendiente, al tiempo que no programado. Según esto, al propio hombre le está encomendada su realización, de modo que su vida se asienta simultáneamente en la contingencia, en la ambigüedad y en la incertidumbre. Por tanto, su humanización, su realización positiva, puede fracasar. La espléndida vida que cada individuo humano puede crear, debido a la esencia abierta que le caracteriza, puede terminar en una desgraciada frustración, en un decepcionante fiasco. Ello quiere decir que irremisiblemente los hombres de todos los tiempos y lugares vivimos en estado de incertidumbre y de tensión, bajo la amenaza temible de perdernos. Eso sí, como es lógico, el hecho de desarrollar el tesoro de capacidades que constituyen nuestra condición de personas proporciona el mejor júbilo posible, y, al contrario, desperdiciarlo, pervertirlo, genera decepción y, finalmente, desdicha. Podemos estar seguros que acertar a vivir con dignidad, es decir, a la altura de la libertad, de la justicia, de la verdad, del amor, etc, es la mejor de las fortunas; así como no llegar a unos mínimos en este orden de valores es, sin duda, autoprofanarse, envilecerse, o sea, la peor de las desgracias.

Nuestro singular capital fundacional, que es de suyo indestructible, consta de Libertad, es decir, esa capacidad cuasi divina de ser dueños de nuestra existencia personal. Somos, igualmente, Razón con la que pensar, discernir, opinar, juzgar. También somos Voluntad para deliberar, decidir, querer, elegir, rechazar. Por supuesto, somos Amor para apreciar, respetar, preferir, dar, darnos, acariciar, sentir. Contamos también con Imaginación para soñar, intuir, crear, inventar, ilusionarse, esperar. Finalmente, somos Hambre insaciable de Infinitud para anhelar, aspirar, explorar, insistir, progresar, cambiar. Según esto, la filigrana de nuestra identidad es un núcleo cargado de energías y repujado de posibilidades con vistas a explayarse, a dar de sí, a llegar a ser. Y, finalmente, exultar, ser felices, en la medida que esto es posible en esta tierra en la que crecemos acompañados irremediablemente por el límite, incluso por el dolor.

Suponemos que ningún hombre renuncia así como así a algún tipo de desarrollo y satisfacción de alguna de las capacidades categoriales mencionadas. En realidad nadie es “musicalmente” nulo para su personal humanización. Más aún, cualquiera está a las puertas de alguna de estas experiencias que pueden considerarse de suyo transcendentales. Ahora bien, sólo de lo que es, antes, antropológicamente transcendente puede salir, después, lo teológicamente transcendente. Lo primero es condición indispensable para lo segundo, por este orden. Incluso podemos decir que nuestra apetencia más radical presiona y apunta a culminar en lo transcendental y absoluto humano ya que vivir humanamente es la suprema e indeleble necesidad de todos y cada uno de los hombres. Es ésta la más elemental vocación humana a la que tienden los hombres de todos los tiempos, aun cuando se equivoquen y aun cuando sus aberraciones resulten repugnantes. Tal es, sin duda, una perspectiva radicalmente optimista, puesto que queremos pensar que, aun en el fondo de las miserias y ruindades, late la posibilidad y también el misterioso deseo de ver que se cumple de alguna manera la promesa de llegar a ser humanos, esa insondable promesa que nos habita y nos mueve, cuyo cumplimiento es tan grande que podría ocupar y satisfacer mil vidas que tuviéramos.

3.-La pedagogía indispensable

Desde los remotos orígenes de la aventura de la vida hasta hoy, también hasta el final de los tiempos, los hombres estamos ante un devenir abierto que requiere iluminación permanente así como orientaciones y alicientes oportunos; también, sin duda, correctivos. El proceso de humanización en las biografías personales y en la historia de los pueblos no es uniforme, sino que hay de todo: grados de maduración muy diversos, fracasos y éxitos. También, sin duda, una gama incalculablemente plural de tipos. Por supuesto, en cualquier orden de valores, todos los logros posibles son mejorables, puesto que ni personas ni sociedades en ningún momento dan de sí lo mejor que pueden dar. Ciertamente hay vidas ejemplares y progresos sociales valiosos, pero, asimismo, es innegable que, por doquier, hay torpezas, desaciertos, errores, fracasos. Eso sí, como decíamos antes, los aciertos generan dicha –son algo bueno-, y los despropósitos, provengan de la necedad o bien de la perversión, en lo profundo del alma, causan malestar –son algo malo. Lo primero embellece y gratifica el mundo; lo segundo lo afea y lo entristece ya que, como dijera el perspicaz Baruch Spinoza, la tristeza es un sentimiento, quizás enigmático, que sobreviene cuando se desciende de una perfección mayor a otra menor.

En realidad, ningún ideal se consuma. Nada se cumple del todo, porque ni nada ni nadie alcanza la perfección completa. Esto significa que mejorar es siempre posible. También necesario. Lo preocupante, sin embargo, es que lo peor puede darse, pues, lo mismo que ningún ser humano es tan bueno como puede ser, tampoco están agotadas todas las perversiones. Puede haber aún más de lo uno y también más de lo otro. De aquí que haya que estar despiertos y vigilar, es decir, vivir precavidamente. Ahora bien, para que lo mejor ocurra, para que lo bueno tenga lugar, son imprescindibles personas, instituciones, sistemas, ideologías, recursos que, por una parte, lo estimulen y, por otra, neutralicen, corrijan y superen cuantas aberraciones se cometen y así se curen los indecibles sufrimientos que los desatinos e impertinencias traen a los hombres.

Hay, pues, que recalcar que tanto los individuos como las sociedades, están llamados y son requeridos a promover lo mejor de la especie humana, es decir, lo categorial humano, sin lo cual la vida no sólo se desluce sino que se malogra, fracasa en lo esencial. Me refiero, obviamente, a la Libertad, a la Razón, a la Voluntad, al Amor, a la Imaginación y al Hambre de Infinitud. Sólo desarrollando estos valores se humanizará el propio hombre y, consiguientemente, el mundo. Sólo este tipo de estética moral hará bellas nuestras vidas y hará que la familia humana sea mínimamente armónica, feliz.

Estando las cosas como están, un elemental sentido crítico avisa que los individuos tenemos mucho que enmendar en lo personal. Y si miramos a las instituciones, éstas han de mejorar ostensiblemente su papel. Así, la organización política, la actividad económica, los sistemas educativos y, finalmente, “last but not least”, las Iglesias deben revisarse y reformarse a fondo. Refiriéndonos a lo religioso, el desafío es francamente colosal, pues los déficits son escandalosos. En modo alguno, por tanto, ni en lo personal ni en lo colectivo, procede estar satisfechos. Tampoco vale tirar balones fuera, ni mirar para otro lado, ni buscar chivos expiatorios. Todos los individuos y todas las instituciones, la Jerarquía de la Iglesia también, por supuesto, estamos concernidos. De aquí que las denuncias que la Iglesia lanza hacia fuera habrían de dirigirse, más allá de la simple compunción retórica, ante todo hacia dentro en orden a emprender no pocas enmiendas propias y encabezar la marcha de cuanto es dignificación y embellecimiento.

Insistiendo en el papel de la Iglesia, lo verdaderamente urgente no es denunciar, ni fustigar, ni recriminar. Tampoco lo fundamental es, ni ahora ni nunca, imponer, prescribir, dictar. Lo primero –denunciar, fustigar, recriminar- y lo segundo –imponer, prescribir, dictar- espantan más que atraen, escarnecen más que gustan. No olvidemos que evangelio significa, antes que nada, buena noticia, algo saludable y atractivo para el espíritu, aun siendo exigente. Lo cierto es que cuando los responsables de la religión, en nuestro caso los clérigos, recurren a las invectivas o a las jeremiadas, lo amable del mensaje no se deja ver, ni el corazón humano recibe precisamente ánimos. Por eso son lamentables el juridicismo, el dogmatismo y el absolutismo, tan tediosos, asfixiantes y antipáticos. Igualmente son improcedentes las prisas, a veces tan viscerales, tan nerviosas. Nada, pues, de precipitarse: “la precipitación siempre engendra abortos”, dice Gracián. “Surtout, pas trop de zèle”, recomendaba Talleyrand.

La Iglesia de Jesús sorprenderá el día que no abuse de la norma, de la prescripción, de la rigidez, de la intimidación. Por lo demás, a menudo se excede en atribuciones; por aquí y por allá aparece dueña exclusiva de la verdad y del bien; resulta un tanto arrogante; propende a la uniformidad; recurre demasiado a la amenaza y peca de mal humor. Con frecuencia tiende a la grandilocuencia, al boato, a la superioridad, al poder. Parece olvidar que, más allá de cuanto es indiferencia y tibieza, tanto más atrae cuanto más su teórica fe en Dios se convierta en fe en el hombre; cuanto más la memoria de Jesús se traduzca en más gusto por las Bienaventuranzas. Por mi parte, tengo la impresión de que, con semejante estilo, desgraciadamente tan arraigado en la Iglesia, tan institucional, ni siquiera la hacen mucho caso aquellos que van gritando “vivas” y llevan tan festivamente banderolas del papa y todo tipo de signos confesionales.

Todavía esperamos que un día la Iglesia tenga la belleza incomparable que dan, junto al amor, la libertad y la alegría, ese otro talante hecho de humildad, de modestia, de indulgencia, de paciencia. Desde luego, sobran los “apocalipsis”. Algún día la Iglesia tiene que aprender que nunca el autoritarismo ni el estilo feudal hacen un prosélito que merezca la pena. Sobre todo viviendo en una sociedad que, a pesar de tanta credulidad sospechosa y tantos tópicos, se siente extraña e indiferente a lo religioso; cuando no abiertamente hostil.

Tampoco estaría mal revisar las amistades a las que la Iglesia tiende con especial gusto y frecuencia. Es evidente que, en muchas partes del mundo, a la Iglesia le gusta la derecha política, le gustan los ricos y los bienpensantes, los menores de edad, etc. etc. Es una verdadera desgracia que en la Iglesia del poder haya más Derecho Canónico que sincero amor a la libertad, más disciplina que recia espiritualidad, más formalismo que profundidad mística. Con más frecuencia de lo necesario hay jerarcas y clérigos que recurren más a la Dureza que a la Tolerancia, más a la Inquisición que al Diálogo.

Los azacanados ciudadanos de este mundo trepidante y distraído que es el nuestro difícilmente pueden sentirse atraídos por una Iglesia que aparece más Aparato que Comunidad fraternal, más Ceremonia que Silencio. Afortunadamente hay otras formas de presentarse en el mundo y de estar en medio de la gente. Sin duda, hay otras formas de hablar, otras interpretaciones más profundas y sugerentes. En cuanto a nuestros contemporáneos, seguro que todos conocemos a no pocos que viven deseosos y dispuestos ya mismo a abrir sus almas a los grandes horizontes y a las hermosas ilusiones que todavía puede despertar en el espíritu humano la fe en Jesús. Mucha de esta gente está, hoy por hoy, más bien decepcionada ante tanta falsedad y tanta insipidez, aunque podría, si eventualmente se dieran unas mínimas condiciones, sentir el júbilo incomparable de creer.

Como todos estamos concernidos, los creyentes los primeros, abandonemos unos y otros las falsas apariencias, las importancias impertinentes, los engreimientos infundados. Incluso vivamos un poco más a la intemperie, lo cual es muy estimulante: “tonifica el músculo y aligera la cabeza”, dijo Ortega (O.C. XI, 416)

Sin dejar todavía el cristianismo y sin dejar de amar a la Iglesia de Jesús, creemos que en las complejas entrañas del Sistema, digámoslo así, hay un esperanzador dinamismo de utopía que traerá, aunque no sabemos por qué caminos, los cambios apetecidos. Los gérmenes de la movilidad y del cambio están ahí. Creemos que en orden a los cambios imprescindibles nada mejor que la disconformidad, la critica, la discusión. Esto aparte la debida información y el gusto por la profundidad. La belleza de la verdad y el encanto de la libertad nos llaman. Ante nosotros hay dos horizontes. Por el horizonte del Pasado nos llega el Acicate de Jesús, su Palabra libérrima, su Muerte y Resurrección; por el horizonte del Futuro, está la Promesa del Evangelio liberador y la esperanza en nuestra propia resurrección para incorporarnos a la vida cabe Dios en la Eternidad. Ambos horizontes son ya la mejor gracia dada al mundo.

En fin, mientras vamos de camino, lo dicho: esperanza, paciencia y toda la modestia del mundo. Queremos seguir creyendo, más aún, creemos que creemos, aunque estamos convencidos que, prácticamente en todos, es más lo que no es que lo que es. Es decir, en relación con los grandes valores de la condición humana y del Mensaje de Jesús, tanto en la Iglesia como en cada uno de nosotros, es más lo que nos falta que lo que nos sobra. De aquí que el futuro es inmenso. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

0 comentarios