unos de otros
LA MORAL DE NUESTRAS BATALLAS MORALES
JOSÉ IGNACIO CALLEJA, Profesor de Moral Social Cristiana
VITORIA (ÁLAVA).
ECLESALIA, 20/06/05.- Observando las últimas batallas morales de mi sociedad, estoy pensando que tiene que haber gente que respire aliviada y satisfecha por los protagonistas y orientación de las mismas. Al fin, los curas y los sociatas y demás modernos vuelven a partirse la cara por asuntos de sexo, matrimonio y libertades civiles. Nada nuevo bajo el sol. La vieja sociedad vuelve a sus guerras de religión.
Ya sé que no se trata de batallitas de poca monta y que la cuestión de la moral civil, la moral común compartida por todos en una sociedad democrática, no es una cuestión menor. Pero sobre esto ya sabemos lo suficiente, en teoría. Se trata ahora de avanzar en su práctica histórica. Sabemos de qué hablan, unos, al referirse a la ley natural o naturaleza de las cosas, en relación al desarrollo de la vida personal; y sabemos de qué hablan, otros, al apelar a la autonomía moral del sujeto como principio rector de la existencia humana. En sus versiones extremas, ambas tesis son irreconciliables, pero en sus versiones más razonables y argumentadas, son esfuerzos condenados a entenderse y converger. Es curioso, en este sentido, que personalidades modernas, tan poco sospechosas como Habermas y Offe, vengan reclamando la aportación irrenunciable de las religiones, críticamente pensadas y vividas, a la hora de dotar de recursos morales a las sociedades democráticas del futuro. Quien piense que esto de las tradiciones religiosas es agua pasada a la hora de amasar los porqués de la justicia, la solidaridad, la no-violencia o la reconciliación, que se apreste a un ejercicio de humildad intelectual, porque no ha entendido nada. Las religiones necesitan su propio momento de crítica histórica, argumentativa y práctica, pero, dicho y hecho esto, que nadie las dé por muertas o superadas; y, sobre todo, que nadie renuncie a sus potencialidades para animar los mejores proyectos de respeto a los derechos humanos y estimular las necesidades de gratuidad y responsabilidad que la vida en común requiere. Si alguien piensa que con una buena dosis de novedades, modas, consumos y festejos, la gente de las próximas generaciones va a sentirse satisfecha, que se vaya olvidando de tan vana ilusión. Mis palabras no las entiendo como las de un profeta caduco con intereses en la causa, sino como la visión realista que se adivina en el surco abierto por el mejor pensamiento cultural de nuestros días. Tampoco lo vivo como el desquite de las viejas religiones, sino como lo que parece ser, la insatisfacción final ante una vida sometida a una carrera de propuestas tan diversas como, a menudo, triviales. El negocio, decimos, tiene imaginación para aprovecharse de todo. Pero, me atrevo a añadir, no de la necesidad de sentido profundo en el ser humano, ni del grito de las víctimas del sistema. Hay algo en esto que podemos reprimir, pero nunca acallar para siempre. Lo dejo aquí, para volver a un final más sencillo y concreto.
Decía al comienzo que tiene que haber gente encantada con nuestras batallas morales. Mientras nosotros debatimos sobre lo natural en cuanto al matrimonio, como si en ello nos fuese el destino de la creación, ellos siguen en sus trece de comerciar con todo: personas, animales y cosas. Nosotros discutimos sobre nuestros derechos civiles, y ellos siguen impertérritos identificando libertad con mercado, bienestar con negocio, progreso con poder adquisitivo, oportunidades culturales con beneficios estratégicos, felicidad con multiplicación de deseos y satisfacción para pocos. Y, así, ¡ay, Señor, Señor!, el progreso humano, la productividad económica, la investigación farmacéutica, la paz, el comercio, la salud, la alimentación, las pobrezas, el agua y el aire, la igualdad de géneros, la democracia universal, todo esto no es tema prioritario en nuestras discusiones sobre la ley natural y su expresión en la vida democrática de los pueblos. Pues bien, esta es mi sencilla intuición moral e intelectual: los pueblos de la tierra tienen hambre y sed de justicia, hoy, ayer y siempre, y distraerlos sólo con polémicas morales en torno al sexo y la naturaleza de las cosas, socapa de urgencias históricas espirituales, es doblemente alienante; primero, por descuido del sufrimiento real de la gente real (ley cristiana de la encarnación) y, además, por entrega del buen nombre de Dios a la cuenta de resultados de los que hacen del mundo un negocio y un casino de especulaciones.
Propongo, a la postre, equilibrar las sensibilidades morales de la religión (cristiana), en orden a que nosotros, la gente del cristianismo, ganemos coherencia cristiana y todos, la gente del humanismo laico, sepan (sepamos) de una tradición espiritual de valor incalculable. ¡Hay tanto que aprender unos de otros!
JOSÉ IGNACIO CALLEJA, Profesor de Moral Social Cristiana
VITORIA (ÁLAVA).
ECLESALIA, 20/06/05.- Observando las últimas batallas morales de mi sociedad, estoy pensando que tiene que haber gente que respire aliviada y satisfecha por los protagonistas y orientación de las mismas. Al fin, los curas y los sociatas y demás modernos vuelven a partirse la cara por asuntos de sexo, matrimonio y libertades civiles. Nada nuevo bajo el sol. La vieja sociedad vuelve a sus guerras de religión.
Ya sé que no se trata de batallitas de poca monta y que la cuestión de la moral civil, la moral común compartida por todos en una sociedad democrática, no es una cuestión menor. Pero sobre esto ya sabemos lo suficiente, en teoría. Se trata ahora de avanzar en su práctica histórica. Sabemos de qué hablan, unos, al referirse a la ley natural o naturaleza de las cosas, en relación al desarrollo de la vida personal; y sabemos de qué hablan, otros, al apelar a la autonomía moral del sujeto como principio rector de la existencia humana. En sus versiones extremas, ambas tesis son irreconciliables, pero en sus versiones más razonables y argumentadas, son esfuerzos condenados a entenderse y converger. Es curioso, en este sentido, que personalidades modernas, tan poco sospechosas como Habermas y Offe, vengan reclamando la aportación irrenunciable de las religiones, críticamente pensadas y vividas, a la hora de dotar de recursos morales a las sociedades democráticas del futuro. Quien piense que esto de las tradiciones religiosas es agua pasada a la hora de amasar los porqués de la justicia, la solidaridad, la no-violencia o la reconciliación, que se apreste a un ejercicio de humildad intelectual, porque no ha entendido nada. Las religiones necesitan su propio momento de crítica histórica, argumentativa y práctica, pero, dicho y hecho esto, que nadie las dé por muertas o superadas; y, sobre todo, que nadie renuncie a sus potencialidades para animar los mejores proyectos de respeto a los derechos humanos y estimular las necesidades de gratuidad y responsabilidad que la vida en común requiere. Si alguien piensa que con una buena dosis de novedades, modas, consumos y festejos, la gente de las próximas generaciones va a sentirse satisfecha, que se vaya olvidando de tan vana ilusión. Mis palabras no las entiendo como las de un profeta caduco con intereses en la causa, sino como la visión realista que se adivina en el surco abierto por el mejor pensamiento cultural de nuestros días. Tampoco lo vivo como el desquite de las viejas religiones, sino como lo que parece ser, la insatisfacción final ante una vida sometida a una carrera de propuestas tan diversas como, a menudo, triviales. El negocio, decimos, tiene imaginación para aprovecharse de todo. Pero, me atrevo a añadir, no de la necesidad de sentido profundo en el ser humano, ni del grito de las víctimas del sistema. Hay algo en esto que podemos reprimir, pero nunca acallar para siempre. Lo dejo aquí, para volver a un final más sencillo y concreto.
Decía al comienzo que tiene que haber gente encantada con nuestras batallas morales. Mientras nosotros debatimos sobre lo natural en cuanto al matrimonio, como si en ello nos fuese el destino de la creación, ellos siguen en sus trece de comerciar con todo: personas, animales y cosas. Nosotros discutimos sobre nuestros derechos civiles, y ellos siguen impertérritos identificando libertad con mercado, bienestar con negocio, progreso con poder adquisitivo, oportunidades culturales con beneficios estratégicos, felicidad con multiplicación de deseos y satisfacción para pocos. Y, así, ¡ay, Señor, Señor!, el progreso humano, la productividad económica, la investigación farmacéutica, la paz, el comercio, la salud, la alimentación, las pobrezas, el agua y el aire, la igualdad de géneros, la democracia universal, todo esto no es tema prioritario en nuestras discusiones sobre la ley natural y su expresión en la vida democrática de los pueblos. Pues bien, esta es mi sencilla intuición moral e intelectual: los pueblos de la tierra tienen hambre y sed de justicia, hoy, ayer y siempre, y distraerlos sólo con polémicas morales en torno al sexo y la naturaleza de las cosas, socapa de urgencias históricas espirituales, es doblemente alienante; primero, por descuido del sufrimiento real de la gente real (ley cristiana de la encarnación) y, además, por entrega del buen nombre de Dios a la cuenta de resultados de los que hacen del mundo un negocio y un casino de especulaciones.
Propongo, a la postre, equilibrar las sensibilidades morales de la religión (cristiana), en orden a que nosotros, la gente del cristianismo, ganemos coherencia cristiana y todos, la gente del humanismo laico, sepan (sepamos) de una tradición espiritual de valor incalculable. ¡Hay tanto que aprender unos de otros!
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