la novedad 2/2
LA CRISIS, LA NOVEDAD
EDUARDO DE LA SERNA, sacerdote
QUILMES (BUENOS AIRES, ARGENTINA)
- - -> Segunda parte. (Primera parte publicada en Eclesalia el 8 de septiembre de 2005)
ECLESALIA, 15/09/05.- Queda por tener en cuenta que el análisis de la realidad -tanto la vieja cuanto la nueva- debe considerar el problema del lenguaje. Repetimos lo dicho más arriba: ¿qué decimos cuando decimos familia? Es probable que en un diálogo, ambos interlocutores estén diciendo cosas diferentes. Otro ejemplo puede entenderse con otros términos: ¿qué decimos cuando decimos mujer? Para algunos, se refiere al sexo elegido, hasta el punto que un travesti puede decir que yo soy la mujer del año en la Argentina, cosa que otros no aceptarían. Esto se complica cuando lo ampliamos a la llamada perspectiva de género. ¿Al decir mujer decimos lo que es propio de la mujer o lo que para una cultura es propio de la mujer? ¿Cuánto hay de ser y cuánto de construcción cultural en las categorías que usamos (y no sólo en estas sino en tantas otras)? Otro elemento de lenguaje a tener en cuenta es el de mayorías y minorías, no sólo por la ironía cruel y real de E. Galeano de señalar que los derechos de las mujeres están tenidos como derechos de las minorías, sino que parece que los derechos de las 3/4 partes de la humanidad son tenidos como derechos de las minorías, con lo que entramos en un curioso uso del término minoría o mayoría (¿los que tienen la mayoría de los recursos y dinero?). Otro término a tener en cuenta es el de discriminación, especialmente porque en cierto uso del término discriminar es un delito, mientras que en otros órdenes es algo razonable y hasta bueno de hacer. Discriminar es distinguir, y si hay una reunión de los egresados de la camada 1980, se discriminan a los que no pertenecen a esa camada, lo que no es malo. Quizá sería preferible hablar de desvalorar o rechazar: si hay una reunión de curas, no se invitará a los laicos, lo que no es malo, a menos que se haga reunión de curas porque los laicos son tenidos como inferiores, el criterio de discriminación es el que será grave o razonable. Sin embargo, entra en el lenguaje cotidiano y debemos tenerlo en cuenta, aunque mirando con atención en qué sentido se utiliza. Otro criterio o término es el de cultura. ¿Qué entendemos por cultura? Si la cultura es un sistema organizador, y ante tantos cambios como se descubren ¿podemos hablar de cultura hoy? si por cultura entendemos un mundo de relación con el Universo (¿o Pluri-verso?), ¿podemos hablar hoy de esto? ¿Podemos seguir diciendo que algo es cultural hoy? Y veamos un ejemplo: es evidente que el Universo religioso es importante culturalmente en la Argentina, pero ¿organiza hoy la vida de la gente ese Universo religioso o es un aspecto que no modifica otros aspectos? ¿No hay un triunfo del individualismo (mis derechos, por ejemplo frente a los piqueteros que me molestan; mi salvación frente a los problemas de los demás) frente a categorías como pueblo, comunidad, etc. que eran más organizativas hace no mucho tiempo? ¿Se puede, hoy, decir que el pueblo es..., el pueblo dice..., la gente cree..., la cultura del pueblo es... como se decía hasta hace poco?
Lo dicho hasta aquí sirve para entender que la crisis parece muy profunda, y por ahora no se descubren puntas para empezar a desenredar el nudo. Y precisamente porque no se descubren puntas, y lo organizador parece estar regido por lo efímero, podemos suponer que hay elementos subterráneos que irán más tarde o más temprano apareciendo como hilos conductores de la época adveniente. ¿Qué debemos hacer como cristianos ante esto? Si todavía no se ven signos firmes de la cultura adveniente, ¿cómo evangelizar esa cultura, esa nueva era por venir?
Personalmente creo que esta novedad es de tal magnitud que mucho -muchísimo- de lo viejo no sirve para evangelizar lo nuevo. Las parábolas de los odres viejos y el vino nuevo, o el vestido viejo y el remiendo nuevo sirven (Mc 2,21-22), al menos visualmente, para entender que lo que se debe mantener es la novedad del reino, no las estructuras en las que pretendemos encarnarlo. La imagen del escriba que saca lo viejo y lo nuevo del cofre (Mt 13,52), sirve para descubrir la imprescindible sabiduría que nos permita reconocer lo necesario y descartar lo superficial, o lo que no es esencial. Por ejemplo, el Evangelio -que es lo que debemos predicar- se ha ido encarnando en culturas, modos de vida, historias, relatos... y es necesario saber distinguir claramente el Evangelio de sus realizaciones históricas. Un ejemplo que ya es reconocido es la helenización que el cristianismo ha vivido prácticamente desde sus orígenes. Es evidente la importancia que eso significó en muchos aspectos del lenguaje, por ejemplo el trinitario, pero también es cierto que eso significó la pérdida de muchos elementos valiosos del mundo bíblico: el poder y la debilidad, el lugar de la mujer, por ejemplo, o una mirada fijista de la naturaleza. También eso supuso la encarnación eclesial en un modelo organizativo monárquico -e imperial- cuando podría encarnarse en una perspectiva mucho más trinitaria. Saber ir a las raíces del Evangelio (de allí la importancia de las ciencias bíblicas, y quizá también de allí el intento de muchos de que estas ciencias sean dejadas de lado o ignoradas) parece fundamental. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,27), y otras semillas vegetales como las del grano de mostaza o la de la levadura (Lc 13,18-21) permiten saber que el reino tiene una dinámica que parece lo fundamental que no debe dejarse de lado. Confundir lo accesorio con lo fundamental (el reino) puede significar sembrar cosas puramente circunstanciales en el mundo adveniente, o lo que es peor: cosas efímeras. No será un neo-fundamentalismo católico, una eclesiolatría temerosa, sino la confianza en la fuerza del reino la que me parece central para la siembra de brotes firmes en la nueva cultura que vendrá. Y cuanto más afianzados en Dios, y no en lo accidental sea, más probabilidad de que sean hilos de Ariadna y no retazos de un pasado glorioso que no volverá.
Ahora bien, si el mundo ya no es lo que era, si la sociedad parece impermeable a la predicación de la Iglesia, si algo nuevo se está preparando para surgir. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo debe ser nuestra misión evangelizadora? La sensación que provocan algunas actitudes eclesiásticas es la de encerrarse en una suerte de castillo a la espera que pase el chubasco, o -si se quiere una imagen más contemporánea- atrincherarse en Kamchatka, el lugar de la resistencia. Sin embargo, esa actitud, que puede ser muy necesaria en algunos momentos o lugares, ¿es la actitud conveniente en nuestro momento? Cuando pase el chubasco, ¿encontraremos los mismos valores inmutables? ¿habrá el mismo aire? ¿o al salir del refugio -como en ciertas películas de ficción, o en el recordado Eternauta, el aire estará viciado, el ambiente contaminado y el mundo será invivible para los puros? Personalmente creo que esa actitud es una actitud marcada por el temor, aferrada a la seguridad que da lo que siempre hemos hecho y se aproxima a una actitud sectaria. Personalmente creo, además, que hay un problema muy serio escondido en esta actitud, un problema teológico. Para los católico-romanos la Escritura y la Tradición son los dos pies en los que se asienta y con los que se camina en la fe. Y de ninguna manera discuto esto. Pero sí es evidente que se corre el riesgo de confundir el Evangelio con algunas de sus encarnaciones históricas, o la Tradición con algunas tradiciones concretas.
Una de las características de lo que llamamos idolatría en Israel es el intento muy frecuente del Pueblo de Dios de manipular a Yahvé, o de buscar seguridad, poner la confianza en algunas instituciones, muy sagradas, pero que no son Dios. Con frecuencia los profetas critican el día de Yahvé (Am 5,18), el Templo (Jer 7,10), el éxodo (Am 9,7), el culto (Is 1,10-17; 58,1-12), la ciudad de Dios (Miq 4,10), no porque estos sean malos, sino porque el Pueblo ha puesto allí su confianza, le ha dicho tú, mi seguridad (Job 31,24); la frase búsquenme a mí y vivirán (Am 5,4) es característica de la respuesta de Dios a esta actitud. Confundir a Dios con sus manifestaciones, por más buenas que estas sean, es un riesgo frecuente. Y no parece que algunas actitudes contemporáneas que parecen nacidas del temor, o de la búsqueda de seguridad sean muy diferentes a las antiguas. Las constantes de miedo, de denuncias por heterodoxia, las sanciones a teólogos y quienes quieren encontrar caminos conscientes que por aquí ya no hay camino, recordando a Juan de la Cruz (Avisos, Monte de Perfección), las lluvias de excomuniones, y las trincheras en la moral, los cierres sistemáticos de ventanas, parecen más nacidos del temor que de la audacia evangélica y la libertad del Espíritu, y así estamos muy cerca de la idolatría. Confundir a Dios, o su reino, con la Iglesia, confundir el culto en espíritu y en verdad (Jn 4,23) con el modo litúrgico romano de celebrar, confundir la vida según el espíritu con el Código de Derecho Canónico y el Evangelio con el Catecismo de la Iglesia Católica es cuanto menos un gravísimo error, por no decir una herejía. Y que quede claro -porque podría entenderse así- que no hablamos de un espíritu desencarnado, si así puede decirse. El espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8; y por eso tantos tratan de extinguirlo -1 Tes 5,19- o envasarlo), pero eso no significa cualquier cosa. Pablo de Tarso establece criterios a los carismas, precisamente porque en nombre de ellos muchos creen poder actuar según su propio entender: la paz, la edificación de la comunidad son algunos de los criterios que él propone en la asamblea (ekklesía) reunida (1 Cor 14,5.33). Pero también afirma claramente que sólo los espirituales pueden reconocer y discernir el soplo del espíritu (1 Cor 14,29). Creo, personalmente, que acá es donde cobra toda su fuerza la magistral palabra del gran K. Rahner: en el tercer milenio, la Iglesia será mística o no será. El místico es el que deja a Dios ser Dios, el que no confunde a Dios con sus manifestaciones parciales o históricas, el que no se encandila con candiles sino que se atreve a mirar cara a cara al sol. Creo, en suma, que sólo los místicos sembrarán hoy semillas firmes y duraderas para el mundo que se aproxima. Las demás estructuras, por más amuralladas que estén, no parece que puedan resistir la novedad. Y acá es donde creo que la era que termina y la que está por venir se asemeja a la caída del imperio romano (y no me refiero, aunque no lo excluyo, a la caída del gigante del Norte, sino a toda una cosmovisión. Acá habrá que pensar, además -y lo místico cobraría nueva importancia- en el surgimiento cada vez más vigoroso de países como la India y especialmente China). El enorme temor de muchos estamentos vaticanos al diálogo interreligioso, y al pluralismo religioso, parece mostrar, particularmente, la incapacidad para descubrir la novedad y el temor paralizante frente a lo desconocido (= Asia).
Creo, en suma, que el testimonio de una Iglesia mística, que la vuelta a las fuentes del Evangelio, que la vida del amor (que no se identifica con la vida según el Código de Derecho Canónico, donde el término amor sólo se encuentra siete veces, mientras que deber tiene más de 830 apariciones), que saber ir al núcleo de la predicación: el reino, que evitar confundir la Palabra de Dios con algunas de sus consecuencias reales o aparentes, que evitar confundir evangelizar con transmitir una cultura, o -recurriendo a imágenes paulinas- sabiendo cómo construye un buen arquitecto y qué cimientos pone (1 Cor 3,10-13), así seremos fieles a nuestro ser cristiano y al hombre (varón-mujer) de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá. Creo que si seguimos como si nada hubiera pasado un día nos despertaremos encontrando que las paredes se han caído, el techo se ha desmoronado, y sólo quedarán desparramadas por el piso algunas viejas imágenes religiosas ajadas, como recuerdos del pasado. Pero si con audacia evangélica e intrepidez paulina buscamos ir a lo más hondo para que los cimientos sean sólidos y firmes, estaremos un buen tiempo a la intemperie, pero prepararemos a los que vendrán un hogar donde podrán compartir la vida con sus hermanos.
EDUARDO DE LA SERNA, sacerdote
QUILMES (BUENOS AIRES, ARGENTINA)
- - -> Segunda parte. (Primera parte publicada en Eclesalia el 8 de septiembre de 2005)
ECLESALIA, 15/09/05.- Queda por tener en cuenta que el análisis de la realidad -tanto la vieja cuanto la nueva- debe considerar el problema del lenguaje. Repetimos lo dicho más arriba: ¿qué decimos cuando decimos familia? Es probable que en un diálogo, ambos interlocutores estén diciendo cosas diferentes. Otro ejemplo puede entenderse con otros términos: ¿qué decimos cuando decimos mujer? Para algunos, se refiere al sexo elegido, hasta el punto que un travesti puede decir que yo soy la mujer del año en la Argentina, cosa que otros no aceptarían. Esto se complica cuando lo ampliamos a la llamada perspectiva de género. ¿Al decir mujer decimos lo que es propio de la mujer o lo que para una cultura es propio de la mujer? ¿Cuánto hay de ser y cuánto de construcción cultural en las categorías que usamos (y no sólo en estas sino en tantas otras)? Otro elemento de lenguaje a tener en cuenta es el de mayorías y minorías, no sólo por la ironía cruel y real de E. Galeano de señalar que los derechos de las mujeres están tenidos como derechos de las minorías, sino que parece que los derechos de las 3/4 partes de la humanidad son tenidos como derechos de las minorías, con lo que entramos en un curioso uso del término minoría o mayoría (¿los que tienen la mayoría de los recursos y dinero?). Otro término a tener en cuenta es el de discriminación, especialmente porque en cierto uso del término discriminar es un delito, mientras que en otros órdenes es algo razonable y hasta bueno de hacer. Discriminar es distinguir, y si hay una reunión de los egresados de la camada 1980, se discriminan a los que no pertenecen a esa camada, lo que no es malo. Quizá sería preferible hablar de desvalorar o rechazar: si hay una reunión de curas, no se invitará a los laicos, lo que no es malo, a menos que se haga reunión de curas porque los laicos son tenidos como inferiores, el criterio de discriminación es el que será grave o razonable. Sin embargo, entra en el lenguaje cotidiano y debemos tenerlo en cuenta, aunque mirando con atención en qué sentido se utiliza. Otro criterio o término es el de cultura. ¿Qué entendemos por cultura? Si la cultura es un sistema organizador, y ante tantos cambios como se descubren ¿podemos hablar de cultura hoy? si por cultura entendemos un mundo de relación con el Universo (¿o Pluri-verso?), ¿podemos hablar hoy de esto? ¿Podemos seguir diciendo que algo es cultural hoy? Y veamos un ejemplo: es evidente que el Universo religioso es importante culturalmente en la Argentina, pero ¿organiza hoy la vida de la gente ese Universo religioso o es un aspecto que no modifica otros aspectos? ¿No hay un triunfo del individualismo (mis derechos, por ejemplo frente a los piqueteros que me molestan; mi salvación frente a los problemas de los demás) frente a categorías como pueblo, comunidad, etc. que eran más organizativas hace no mucho tiempo? ¿Se puede, hoy, decir que el pueblo es..., el pueblo dice..., la gente cree..., la cultura del pueblo es... como se decía hasta hace poco?
Lo dicho hasta aquí sirve para entender que la crisis parece muy profunda, y por ahora no se descubren puntas para empezar a desenredar el nudo. Y precisamente porque no se descubren puntas, y lo organizador parece estar regido por lo efímero, podemos suponer que hay elementos subterráneos que irán más tarde o más temprano apareciendo como hilos conductores de la época adveniente. ¿Qué debemos hacer como cristianos ante esto? Si todavía no se ven signos firmes de la cultura adveniente, ¿cómo evangelizar esa cultura, esa nueva era por venir?
Personalmente creo que esta novedad es de tal magnitud que mucho -muchísimo- de lo viejo no sirve para evangelizar lo nuevo. Las parábolas de los odres viejos y el vino nuevo, o el vestido viejo y el remiendo nuevo sirven (Mc 2,21-22), al menos visualmente, para entender que lo que se debe mantener es la novedad del reino, no las estructuras en las que pretendemos encarnarlo. La imagen del escriba que saca lo viejo y lo nuevo del cofre (Mt 13,52), sirve para descubrir la imprescindible sabiduría que nos permita reconocer lo necesario y descartar lo superficial, o lo que no es esencial. Por ejemplo, el Evangelio -que es lo que debemos predicar- se ha ido encarnando en culturas, modos de vida, historias, relatos... y es necesario saber distinguir claramente el Evangelio de sus realizaciones históricas. Un ejemplo que ya es reconocido es la helenización que el cristianismo ha vivido prácticamente desde sus orígenes. Es evidente la importancia que eso significó en muchos aspectos del lenguaje, por ejemplo el trinitario, pero también es cierto que eso significó la pérdida de muchos elementos valiosos del mundo bíblico: el poder y la debilidad, el lugar de la mujer, por ejemplo, o una mirada fijista de la naturaleza. También eso supuso la encarnación eclesial en un modelo organizativo monárquico -e imperial- cuando podría encarnarse en una perspectiva mucho más trinitaria. Saber ir a las raíces del Evangelio (de allí la importancia de las ciencias bíblicas, y quizá también de allí el intento de muchos de que estas ciencias sean dejadas de lado o ignoradas) parece fundamental. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,27), y otras semillas vegetales como las del grano de mostaza o la de la levadura (Lc 13,18-21) permiten saber que el reino tiene una dinámica que parece lo fundamental que no debe dejarse de lado. Confundir lo accesorio con lo fundamental (el reino) puede significar sembrar cosas puramente circunstanciales en el mundo adveniente, o lo que es peor: cosas efímeras. No será un neo-fundamentalismo católico, una eclesiolatría temerosa, sino la confianza en la fuerza del reino la que me parece central para la siembra de brotes firmes en la nueva cultura que vendrá. Y cuanto más afianzados en Dios, y no en lo accidental sea, más probabilidad de que sean hilos de Ariadna y no retazos de un pasado glorioso que no volverá.
Ahora bien, si el mundo ya no es lo que era, si la sociedad parece impermeable a la predicación de la Iglesia, si algo nuevo se está preparando para surgir. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo debe ser nuestra misión evangelizadora? La sensación que provocan algunas actitudes eclesiásticas es la de encerrarse en una suerte de castillo a la espera que pase el chubasco, o -si se quiere una imagen más contemporánea- atrincherarse en Kamchatka, el lugar de la resistencia. Sin embargo, esa actitud, que puede ser muy necesaria en algunos momentos o lugares, ¿es la actitud conveniente en nuestro momento? Cuando pase el chubasco, ¿encontraremos los mismos valores inmutables? ¿habrá el mismo aire? ¿o al salir del refugio -como en ciertas películas de ficción, o en el recordado Eternauta, el aire estará viciado, el ambiente contaminado y el mundo será invivible para los puros? Personalmente creo que esa actitud es una actitud marcada por el temor, aferrada a la seguridad que da lo que siempre hemos hecho y se aproxima a una actitud sectaria. Personalmente creo, además, que hay un problema muy serio escondido en esta actitud, un problema teológico. Para los católico-romanos la Escritura y la Tradición son los dos pies en los que se asienta y con los que se camina en la fe. Y de ninguna manera discuto esto. Pero sí es evidente que se corre el riesgo de confundir el Evangelio con algunas de sus encarnaciones históricas, o la Tradición con algunas tradiciones concretas.
Una de las características de lo que llamamos idolatría en Israel es el intento muy frecuente del Pueblo de Dios de manipular a Yahvé, o de buscar seguridad, poner la confianza en algunas instituciones, muy sagradas, pero que no son Dios. Con frecuencia los profetas critican el día de Yahvé (Am 5,18), el Templo (Jer 7,10), el éxodo (Am 9,7), el culto (Is 1,10-17; 58,1-12), la ciudad de Dios (Miq 4,10), no porque estos sean malos, sino porque el Pueblo ha puesto allí su confianza, le ha dicho tú, mi seguridad (Job 31,24); la frase búsquenme a mí y vivirán (Am 5,4) es característica de la respuesta de Dios a esta actitud. Confundir a Dios con sus manifestaciones, por más buenas que estas sean, es un riesgo frecuente. Y no parece que algunas actitudes contemporáneas que parecen nacidas del temor, o de la búsqueda de seguridad sean muy diferentes a las antiguas. Las constantes de miedo, de denuncias por heterodoxia, las sanciones a teólogos y quienes quieren encontrar caminos conscientes que por aquí ya no hay camino, recordando a Juan de la Cruz (Avisos, Monte de Perfección), las lluvias de excomuniones, y las trincheras en la moral, los cierres sistemáticos de ventanas, parecen más nacidos del temor que de la audacia evangélica y la libertad del Espíritu, y así estamos muy cerca de la idolatría. Confundir a Dios, o su reino, con la Iglesia, confundir el culto en espíritu y en verdad (Jn 4,23) con el modo litúrgico romano de celebrar, confundir la vida según el espíritu con el Código de Derecho Canónico y el Evangelio con el Catecismo de la Iglesia Católica es cuanto menos un gravísimo error, por no decir una herejía. Y que quede claro -porque podría entenderse así- que no hablamos de un espíritu desencarnado, si así puede decirse. El espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8; y por eso tantos tratan de extinguirlo -1 Tes 5,19- o envasarlo), pero eso no significa cualquier cosa. Pablo de Tarso establece criterios a los carismas, precisamente porque en nombre de ellos muchos creen poder actuar según su propio entender: la paz, la edificación de la comunidad son algunos de los criterios que él propone en la asamblea (ekklesía) reunida (1 Cor 14,5.33). Pero también afirma claramente que sólo los espirituales pueden reconocer y discernir el soplo del espíritu (1 Cor 14,29). Creo, personalmente, que acá es donde cobra toda su fuerza la magistral palabra del gran K. Rahner: en el tercer milenio, la Iglesia será mística o no será. El místico es el que deja a Dios ser Dios, el que no confunde a Dios con sus manifestaciones parciales o históricas, el que no se encandila con candiles sino que se atreve a mirar cara a cara al sol. Creo, en suma, que sólo los místicos sembrarán hoy semillas firmes y duraderas para el mundo que se aproxima. Las demás estructuras, por más amuralladas que estén, no parece que puedan resistir la novedad. Y acá es donde creo que la era que termina y la que está por venir se asemeja a la caída del imperio romano (y no me refiero, aunque no lo excluyo, a la caída del gigante del Norte, sino a toda una cosmovisión. Acá habrá que pensar, además -y lo místico cobraría nueva importancia- en el surgimiento cada vez más vigoroso de países como la India y especialmente China). El enorme temor de muchos estamentos vaticanos al diálogo interreligioso, y al pluralismo religioso, parece mostrar, particularmente, la incapacidad para descubrir la novedad y el temor paralizante frente a lo desconocido (= Asia).
Creo, en suma, que el testimonio de una Iglesia mística, que la vuelta a las fuentes del Evangelio, que la vida del amor (que no se identifica con la vida según el Código de Derecho Canónico, donde el término amor sólo se encuentra siete veces, mientras que deber tiene más de 830 apariciones), que saber ir al núcleo de la predicación: el reino, que evitar confundir la Palabra de Dios con algunas de sus consecuencias reales o aparentes, que evitar confundir evangelizar con transmitir una cultura, o -recurriendo a imágenes paulinas- sabiendo cómo construye un buen arquitecto y qué cimientos pone (1 Cor 3,10-13), así seremos fieles a nuestro ser cristiano y al hombre (varón-mujer) de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá. Creo que si seguimos como si nada hubiera pasado un día nos despertaremos encontrando que las paredes se han caído, el techo se ha desmoronado, y sólo quedarán desparramadas por el piso algunas viejas imágenes religiosas ajadas, como recuerdos del pasado. Pero si con audacia evangélica e intrepidez paulina buscamos ir a lo más hondo para que los cimientos sean sólidos y firmes, estaremos un buen tiempo a la intemperie, pero prepararemos a los que vendrán un hogar donde podrán compartir la vida con sus hermanos.
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