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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

torrente III

torrente III

¿A QUIÉN ORAMOS? III
La mal llamada intercesión
JAIRO DEL AGUA, jairoagua@gmail.com

ECLESALIA, 08/04/09.- Tengo que confesar que, cuando oigo hablar de intercesión, me chirrían todos los goznes. Interceder, en nuestra preciosa lengua española, significa "hablar en favor de otro para conseguirle un bien o librarlo de un mal".

Cuando intercedemos por otro nos comportamos como si Dios fuese un potentado, que no conoce a nuestro colega, y "se lo recomendamos" para que le haga algún favor. Estamos rebajando a Dios a la estatura de un “poderoso hombrecillo” y a nuestro amigo a la condición de “desconocido” en vez de “hijo”. ¡Qué dos errores tan enormes! Si estuviéramos seguros de que Dios es Padre, que nos conoce y cuida uno a uno (“hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” – Lc 12,7), que se vuelca permanentemente por mí y por el otro, nos daría vergüenza recomendar a alguien a su propio Padre.

Por eso no creo en la oración de intercesión. A lo más que llego es a musitar con rubor: “Señor que aprenda a acogerle, amarle y apoyarle como Tú lo haces”. Tampoco creo en la intercesión de los santos o de la santa Madre. No necesitamos intermediarios, recomendaciones, ni enchufes. (Aquí algunos me mandarán a hacer puñetas, pero les animo a seguir leyendo).

Dios nos quiere más que todos ellos juntos porque su amor es infinito y el de ellos finito. No necesita que nadie se lo recuerde tirándole de la manga. La gran ayuda de los santos y de la Madre es su ejemplo. Son las montañas del horizonte que nos ayudan a orientarnos, los indicadores que jalonan y animan nuestro camino. A veces necesitamos besar el indicador agradecidos, incluso descansar a su sombra, pero es de necios agarrarse al indicador y dejar de caminar. Tan necio como intentar beber del cartel que te señala la Fuente. Tan necio como confundir al lazarillo con la Luz.

El origen de la intercesión me parece verlo -un caso más- en las adherencias judías del cristianismo y especialmente en el principio de expiación: “la Justicia siempre exige reparación”. O expías tú o expía otro por ti. O ruegas tú o ruega otro por ti. Hay que saturar al Poderoso con méritos, reparaciones y súplicas para conseguir borrar su enfado y que nos sea propicio. No hemos asimilado el rostro del Padre revelado por Cristo. No le hemos hecho caso: “a vino nuevo, odres nuevos” (Mt 9,17), por eso hay tanto Evangelio vertido por el suelo. Nos mantenemos atados al temor, a la medida, al "diente por diente". No nos hemos abierto al Dios Amor, al Dios Padre y Madre que nos busca insistentemente. Todavía pensamos que hay que enviarle poderosos emisarios, personalidades influyentes, repetidas solicitudes, para doblar su brazo y obtener su favor.

Yo entiendo la intercesión a la inversa: Es el Padre el que nos llama, el que nos envía mensajeros y lazarillos que nos despierten y orienten. Nuestra Madre, los santos y cuantos nos quieren bien interceden ante nosotros con su ejemplo y sus palabras. Cuando nos acercamos a ellos nos gritan por dónde se regresa al Padre, nos convencen de la certeza de su amor. Nos repiten: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2,5), por ahí se llega. El favor de Dios está garantizado. No es necesario que nadie le empuje para que salga a buscarnos. Él siempre nos espera en el camino con los brazos abiertos y la mesa puesta. No lo digo yo -mero copista- lo afirma el Evangelio.

Nuestro Dios, el de Jesús de Nazaret, el de la “parábola del hijo pródigo” (Lc 15,20), no necesita intercesores. ¿Nos lo creeremos algún día? El mismísimo Señor en su despedida nos lo dejó bien claro: “Yo no os voy a decir que rezaré por vosotros al Padre, porque el mismo Padre os ama, ya que vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios” (Jn 16,26).

Por tanto ni intercesión, ni intercesores. Desde que lo he descubierto, mi relación con la Madre y los santos es más cercana, más fluida, más amorosa. Ya no les pido, ni siquiera les hablo, les escucho y con ellos adoro: “Glorifica mi alma al Señor y salta de júbilo…” (Lc 1,46). Me he dado cuenta que la oración no consiste en "pedir" sino en "abrir" a quien está deseando entrar.

Cuando se trata de orar por otro ya no "intercedo" -pretensión fatua- sino que me dejo empapar de fraternidad, amor, ayuda… hacia esa persona o grupo. Ahora sé que “el mismo Padre les ama”, no necesitan influencias. Cuando "vivo" el amor a una persona y se lo cuento al Señor, no consigo nada especial del Cielo. Sólo consigo que mi amor se ensanche, crezca y se oriente a esa persona concreta. Si esa persona está presente en mi vida, sin duda notará mi amor en múltiples detalles (trato, sonrisa, apertura, paz, escucha, apoyo, etc.). ¡Mi oración ha sido eficaz! ¡He ayudado al otro! Si esa persona está ausente, la fuerza de mi amor le llegará secretamente. Las vivencias espirituales se transmiten a más velocidad que la luz. Si la telepatía -por ejemplo- está demostrada, ¿cómo no creer en las energías espirituales?

Cuentan que las lágrimas de santa Mónica conmovieron a Dios y le concedió la conversión de su hijo Agustín. ¡Totalmente falso! Fue el amor y la insistencia de una madre lo que movió al hijo a abrirse al Dios que su madre reflejaba. Y, ya se sabe, en cuanto Él encuentra un resquicio… nos inunda. Disparata quien afirma que “arranca” favores a Dios. Nada hay que arrancar, lo tenemos todo preconcedido porque Él está pirrado por nosotros. Somos nosotros los que tenemos que “arrancarnos” para caer en sus brazos.

Pretender “transformar” o “conmover” a Dios para que nos sea favorable es un tremendo error y una infantil idolatría. Somos nosotros los que debemos transformarnos en “su imagen y semejanza” y conmovernos ante el bien que evitamos y el mal que promovemos o no frenamos. El éxito de la oración se recoge en esta sencilla ecuación: oración = transformación. Cuando decididamente busco que el bien me inunde, estoy creciendo yo y llamando al corazón del otro. Si abre, mi oración será eficaz también para él. Cuando la oración hace crecer el bien en mí, redunda en el retroceso del mal en el otro. Cuando ambos nos sumergimos en el Bien, la oración nos convierte en racimo que madura al Sol. Es la "comunión de los santos", "vencer el mal con abundancia de bien" (Rom 12,21).

La oración por otro no es un triangulo: yo suplico al Cielo para que ayude al otro. Más bien es una conexión horizontal entre yo y el otro. Se parece a ese infantil juego del agua en el que cargamos nuestros globos o juguetes en el mar y nos empapamos con algazara. El frescor y la caricia del agua nos empuja a sumergimos con alegría en el inmenso Mar cercano, siempre abierto y disponible.

De alguna forma, los que leéis estas mis "cuentas de conciencia" sois mi racimo. El Sol lo tenemos asegurado. Falta que nosotros nos dejemos transformar en alimento dulce, nutritivo, embriagador, y nos lo transfiramos. La oración -toda clase de oración- o es transformante o no es nada. Por eso es esencial preguntarse: ¿A quién estoy orando? ¿Con quién conecto? ¿Con el lejano “ídolo cicatero” al que pretendo arrancar algún favor? ¿O con el Dios Torrente cuyo amor gratuito se está volcando permanentemente sobre mí?

Insistiré una vez más: Nuestro Dios no necesita mediadores, ni influencias, ni expiaciones, ni holocaustos, ni sacrificios. Somos nosotros los que necesitamos despertar de nuestra inconsciencia, de nuestro aletargado sueño, de nuestro complejo de esclavos. Nuestro Dios es un Torrente, una Catarata infinita, la Atmósfera que nos da vida. Vivimos por Él, con Él y en Él, llamados por nuestro nombre, deseados, esperados, amados y abrazados... Nuestra tragedia es que no lo creemos, que huimos, que vivimos escondidos como miserables cuando somos herederos enormemente ricos. Es realmente una tragedia, una enorme tragedia de la que podemos y debemos despertar.

Termino mis reflexiones sobre la “oración de petición”. Dios dirá si he de continuar. Mientras tanto, mi oración -hecha amor que desea apasionadamente el bien de cada uno- os acompañará siempre. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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