amante II
EL DIOS QUE ME HABLA II
JAIRO DEL AGUA, jairoagua@orange.es
ECLESALIA, 09/06/08.- Me dices que te ha hecho mucho bien el artículo "El Dios que me habla" (ECLESALIA, 11/10/07), que coincide con tus intuiciones. ¡Gracias por decírmelo! Eso alimenta mi búsqueda y mi deseo de ayudar. Me envías además un documento oficial que ratifica mis afirmaciones: el infierno no es castigo sino autoexclusión. Pero... sigue considerando que esa actitud del hombre lleva consigo el rechazo definitivo de Dios.
Me parece una afirmación exagerada con la que no puedo estar de acuerdo. Me explico: Usamos irremediablemente un "lenguaje humano" (castigo definitivo, infinito, eterno). Son expresiones pedagógicas que advierten de la gravedad y desdicha de abandonar el camino de la felicidad (Dios mismo). Puede que esa humana pedagogía del horror y pavor haya dado frutos positivos. Pero también ha servido y está sirviendo al falseamiento del rostro de Dios y a su rechazo por quienes no pueden vivir amedrentados. El Dios que a mí me habla utiliza la divina pedagogía del amor: siempre llama y espera con infinita paciencia, aquí y en la otra vida. Mamá seguirá clamando "con gritos inenarrables" (Rom 8,26) hasta que recoja a todos sus polluelos bajo su alas. Lo cuenta la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11), lo afirma Pablo: "Si nosotros no le somos fieles, Él seguirá siendo fiel, pues no puede negarse a sí mismo" (2Tim 2,13).
La interpretación del infierno no puede quedar al margen del rostro de Dios revelado por Cristo. La Escritura tiene que ser coherente o no es Palabra de Dios y no nos sirve (lo explico brevemente en los tres apartados de mi artículo "El río de la Palabra" de ECLESALIA, 12-20-26/11/07). La condenación "eterna" es incompatible con un Dios-Amor-Padre. Es expresamente contraria a la parábola de la oveja perdida: "De la misma manera vuestro Padre celestial no quiere que se pierda ni uno solo de esos pequeñuelos" (Mt 18,14). ¿Cómo imaginar siquiera que quien nos enseñó el amor a los enemigos pueda sentenciar a "sus enemigos" al rechazo eterno?
El otro día, en una charla, le rogué a una madre de familia numerosa que eligiera cuál de sus hijos habría de condenarse. Estadísticamente -le dije- y tal como está el mundo alguno será "infiel". Por mucho que la fui acorralando no hubo manera de moverla del "todos mis hijos se salvarán". La conclusión está escrita: "Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre celestial..." (Mt 7,11).
Es totalmente incongruente que a un Padre Todopoderoso se le escape alguna de sus criaturas, creadas por amor para la felicidad eterna. Seguimos pensando, con nuestra limitadísima inteligencia humana, que Dios es un alfarero al que le pueden salir chamuscados o rotos sus cacharros. Dios todo lo hace bien (lo expreso más ampliamente en el artículo "Todo lo hizo bien" de ECLESALIA, 21/03/05). Respeta nuestra libertad, cierto, pero ¿quién crees que ganará el pulso, su llamada o nuestra ceguera?
La imperfecta, condicionada y voluble libertad del ser humano nunca podrá merecer un rechazo eterno. Sería una respuesta desproporcionada, es decir, injusta. ¿Cómo hemos podido imaginar siquiera que a un ser finito, por sus errores finitos, se le pueda sentenciar a un castigo infinito, sin retorno?
La eternidad del infierno es simbólica. Se refiere a la distancia entre el mal (ausencia de Dios o infierno) y el bien (Dios mismo). Esa distancia es insalvable, eterna, definitiva, porque se trata de conceptos opuestos. Otra cosa muy distinta es que a un hombre, criatura de Dios, se le pueda encasillar en la categoría de "absolutamente opuesto a Dios". Es imposible. Dios y hombre pertenecen a categorías distintas, a planos distintos. Los hombres podemos perdernos, alejarnos, equivocarnos, pero nunca oponernos esencialmente a un Dios al que apenas intuimos. Por eso Él siempre seguirá llamando y, con toda seguridad, le encontraremos.
En las religiones orientales se cree en las sucesivas reencarnaciones hasta conseguir la rectificación e iluminación. Así, el rico Epulón se reencarnaría en otro Lázaro para adquirir misericordia o el juez injusto se reencarnaría en viuda necesitada para crecer en justicia. En el fondo, es la misma intuición que la de nuestro purgatorio e infierno: Si no consigues tu humanización plena en esta vida, tendrás que trabajártela en la otra; cuanto más bajo caigas, más "tiempo y esfuerzo" tendrás que sufrir en la otra para humanizarte.
No creo en la reencarnación circular, por supuesto. Pero tampoco creo en los castigos, Dios no castiga. Creo en el camino de humanización presente (resumido en el Evangelio) y en la rectificación o progreso futuros. Sin volver al Padre es imposible aposentarse en su Casa. O caminamos ligeritos ahora o tendremos que caminar después, tal vez con más esfuerzo y dolor al darnos cuenta de la oportunidad perdida y de la felicidad retrasada por nuestra estupidez. Cuando los que neciamente llamamos "condenados" (¡qué floja tenemos la mano de juzgar y condenar!) descubran -libres de esta cegante materialidad- el camino de regreso, gritarán con gran desgarro, dolor y llanto como Agustín: ¡Tarde te amé Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Desde luego, yo prefiero gritar ya y dejarme cautivar por la Hermosura cuanto antes.
Respecto al Magisterio hay que empezar diciendo que no todo tiene el mismo rango. No es lo mismo, por ejemplo, una definición dogmática que una interpretación bíblica o una orientación pedagógica. Agustín escribió: "Unidad en lo esencial; en lo opinable libertad; y en todo caridad. Y Pablo nos dejó esta perla: Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva: no basada en pura letra, porque la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida (2Cor 3,4).
Por eso intento en todo momento comprender la llamada "doctrina oficial" pero no puedo evitar que en mi interior nazcan certezas o evidencias que la sobrevuelan. Además, la última instancia de la persona es su conciencia (bien formada, añaden los clérigos, pero lo definitorio es que sea "conciencia profunda" -donde mana el Espíritu- aunque la formación intelectual no la alcance). Este principio es confesado también por el Magisterio, luego forma parte de él. No podría ser de otra forma: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (He 5,29).
Por otro lado el Magisterio es dinámico. Su finalidad es facilitar la vida, nunca mermarla: "He venido para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10,10). De tu fidelidad a la conciencia profunda -es decir, al Espíritu- junto con la mía y la de otros dependerá el progreso de esos textos oficiales que se alimentan del "sensus fidelium" (el sentir de los fieles), de todos los fieles: jerarquía, clérigos y laicos. Sigo pensando que los consagrados al cuidado del Pueblo de Dios tienen que escuchar sus necesidades, sus oscuridades y sus inspiraciones (véase mi artículo "Es tiempo de escucha" de ECLESALIA, 05/10/04). Si no, es que se están apropiando de lo que no es suyo.
Todos, absolutamente todos, venimos urgidos por el Evangelio a "poner la luz en el candelero para que alumbre a cuantos hay en la casa" (Mt 5,15). Mi casa es mi Iglesia y humildemente la siembro con mis diminutas lamparillas en forma de artículos. Me lo exige mi conciencia, mi fidelidad al Evangelio y mi amor a este Pueblo de Dios que llamamos Iglesia Católica.
No me resisto a plasmar aquí unos párrafos de alguien con mucha más sabiduría que yo: La verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores, que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Lo que necesita la Iglesia de hoy y de todos los tiempos no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras (Joseph Ratzinger: El verdadero pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, p. 293).
A los inmovilistas rígidos e intransigentes podemos responderles: No creemos ya por lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es ciertamente el Salvador del mundo (Jn 4,42).
Y sí, Oliva existe. Es una viejita de 92 años y paso quedo, que habla con Dios y a la que Dios habla. Ella me estimula constantemente a escucharle y revelarle. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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