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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

del sínodo

¿QUÉ ME QUEDA DEL SÍNODO DE MADRID?
JAIRO DEL AGUA, jairoagua@caminantes.jazztel.es

ECLESALIA, 20/05/05.- Me queda una experiencia de unidad y comunión. En la Asamblea había 626 personas de distintos movimientos, instituciones y sensibilidades eclesiales, como ahora se dice. Estaba toda la jerarquía de la Iglesia de Madrid, muchos curas, bastantes religiosos pero, sobre todo, una gran mayoría de laicos. Fue bonito ver a cada uno mostrarse con sus carismas, sus preferencias, sus devociones, su vocación. Sin embargo se respiró un ambiente de libertad, de fraternidad, de cercanía, de igualdad. Ha sido muy gratificante para mí sentirme un caminante más de este Pueblo de Dios, deseoso de avanzar y hacer camino.

En cuanto a las propuestas aprobadas, como síntesis de las presentadas durante dos años por los muchísimos Grupos Sinodales, han tenido especial resonancia en mí los siguientes temas:

El clamor por la oración, que uno modestamente entiende como medio para descubrir la interioridad, para impregnarse de lo mejor de uno mismo ("el reino de los cielos está dentro de vosotros" -Lc.17, 21-), para desvelar la Palabra, para intuir el rostro de Cristo, es decir, el verdadero rostro de Dios ("¿no crees Felipe que Yo estoy en el Padre y el Padre en mí?" -Jn. 14, 10-) e intimar humildemente con Él.

La oración es nuestra puerta a la seguridad, a la paz, a la verdad, al progreso, a la energía, a la felicidad, porque nos permite apoyarnos en nuestra roca interior. Es el medio del "frui Deo" (disfrutar a Dios), como decían los místicos medievales. Es el camino para encontrarse con Él y dejarse vivificar ("he venido para que tengan vida y la tengan abundante" -Jn. 10,10-).

Hace tiempo que dejé de creer en el "dios de la manga", ése al que es necesario despertar y tirar de la manga constantemente para que se acuerde de nuestras necesidades. Hoy creo en el Dios Torrente que se derrama permanentemente sobre sus hijos. Basta abrir el corazón para ser saciados (“Estoy a la puerta llamando: si me oís y me abrís, entraré en vuestra casa y comeremos juntos” -Ap. 3, 20-. "No os dejaré abandonados nunca" -Jn. 14, 18-).

El clamor por la formación acumuló también muchísimas propuestas. Yo entiendo la formación como camino para conocernos y conocerle a Él ("noverim me, noverim te", decía san Agustín), como luz para nuestra búsqueda de plenitud, como herramienta imprescindible para descubrir y potenciar nuestros talentos (nuestra tierra) y hacerlos fructificar.

La formación, además, nos pone en contacto con las riquezas del otro, nos ayuda a superar nuestra limitación individual, a ver más allá, a encontrar nuestro camino y nuestra caravana. Es previa e imprescindible la determinación de progresar, la búsqueda personal, el hambre de ser más y mejor, la sed del "agua viva". Por eso -creo yo- la formación está conectada con la oración. Ésta nos proporciona la motivación para avanzar, la formación nos ilumina y nos remite de vuelta a la oración para integrar y unificar. Tomás de Aquino, al final de su vida, reconocía que había aprendido más delante del Sagrario que en los libros.

El clamor por la coherencia, es decir, por vivir hacia fuera lo que vivimos dentro. Quien ha bebido en el manantial del "reino de los cielos" (ése que brota en tu hondonada) no puede contenerlo, tiene que comunicar su hallazgo, su alegría, porque "bonum est difusivum sui" (el bien es difusor de sí mismo), como resumían nuestros doctos antepasados. Quien no siente ese ardor expansivo (muy distinto del proselitismo) es que no ha descendido a la fuente de sí mismo y sólo se apoya en ideas, principios, recomendaciones de terceros. La fe cerebral es sólo el poste indicador de la fe vital.

La vida de los católicos, si de verdad es "vida", debería notarse en la sociedad, debería tener consecuencias. Si no, es que caminamos en superficie, que no hemos descubierto ese Dios personal que late, llama y provoca desde el fondo. Y he ahí otro hallazgo: todo está relacionado. Sólo a través de la oración, entrelazada con la formación, se puede llegar al encuentro personal y a la coherencia externa.

El grito por la misericordia, finalmente, acumuló innumerables propuestas. Quien ha descubierto a Cristo en su ser ha descubierto al Padre. Quien se ha acercado al Padre tiene experiencia de su Misericordia. No podemos confesarnos católicos sin tener entrañas de misericordia para nosotros mismos y, consecuentemente, para los más débiles, los más desafortunados, los más desorientados, los más atropellados y olvidados, los más pequeños.

No basta la "limosna del céntimo", es necesario darse uno mismo, desde lo mejor de uno mismo, desde los dones que cada uno ha recibido: Quien pueda enseñar que enseñe, quien pueda reír que ría, quien pueda sanar que sane, quien pueda escuchar que escuche, quien pueda acompañar que acompañe, quien pueda levantar que levante, quien pueda aportar que aporte, etc. “El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios al que no ve” -Jn. 4, 20-. No podemos seguir mirando al cielo, porque el cielo de verdad está, para nosotros los cristianos, dentro de nosotros mismos y en el fondo de cada persona. Por eso hay que mirar dentro y al lado.

La misericordia no es dar al pobre lo que nos sobra. La misericordia es tener el corazón abierto al otro, la ternura a punto, la sonrisa puesta y el abrazo bien cocido para todo el que nos rodea. Solo así se puede hacer Comunidad de Amor y Misericordia, es decir Iglesia.

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