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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

celibato y sexualidad

CELIBATO Y SEXUALIDAD

JOSÉ Mª RIVAS CONDE, CORIMAYO@telefonica.net

MADRID.

  

ECLESALIA, 22/07/10.- Paso aquí a lo que dejé pendiente en “El celibato denostable” (ECLESALIA 6/7/2010), sobre una diversa concepción subyacente de la sexualidad en las iglesias persa del siglo V y la latina.

Recalco que no hablo de la faz de ambas concepciones, ya conocida. La del occidente latino quedó plasmada en la conclusión que el papa Siricio (384-399) sacó de su doctrina sobre la pecaminosidad de la relación sexual, aunque fuera conyugal. Aquello de: «No conviene confiar el misterio de Dios a hombres de ese modo corrompidos y desleales, en los cuales la santidad del cuerpo se entiende profanada con la inmundicia de la incontinencia» (P.L. XIII: 1186, 14-19). La de la persa puede materializase en la síntesis de los motivos en que su concilio de Beth Edraï (486) basó su decisión de acabar con toda restricción clerogámica: «Porque el matrimonio legítimo y la procreación de los hijos, ya sea antes o después del sacerdocio, son buenos y aceptables a los ojos de Dios» (“Sacerdocio y Celibato”: BAC. 1971. Págs. 292-293).

Me refiero al sustrato –ahora ya tal vez sólo poso– de dichas concepciones. Dije en “El celibato inválido” (ECLESALIA 4/6/2010), que ya nadie comparte las ideas de Siricio. Pero la vigencia oficial de su doctrina permaneció hasta el siglo pasado y sus leños ardieron prácticamente hasta la Casti connubii (1930). En esta encíclica Pío XI restringió la pecaminosidad de la relación conyugal a la tenida impidiendo de forma artificial la fecundación, y afirmó fines secundarios (?) del matri­monio, la mutua ayuda, el fomento del amor mutuo y la seda­ción de la “concupiscencia”.

Fue un cambio sustantivo, aunque deficitario, que posteriores documentos, por ejem­plo la Gaudium et Spes, han complementado. Con todo, no parece que se haya acabado de eliminar por completo ese sustrato o como poso. El que ineludiblemente ha tenido que dejar una tan larga vigencia oficial y explícita, como la de la doctrina de Siricio. Casi dieciséis siglos. Y sería revelador a este respecto saber a cuántos espectadores cristianos –católicos o no– siguen ahora sin chirriarles las ideas que, como posicionamiento católico vigente, vierte el “abogado del diablo” en la película “El tercer milagro”, sobre la virginidad y el matrimonio.

En la iglesia latina la sexualidad parecería entenderse a la manera más bien de depósito de agua, cuyo grifo puede uno abrir y cerrar simplemente a voluntad. Es lo más afín con su tenacidad en rechazar cambio alguno en la tradición del postsiricio –salvo las pequeñas transigencias de los últimos sesenta años– y con su persistente planteamiento marcadamente sancionador, así como con la actual recrudescencia del celo punitivo ante los casos de pederastia divulgados. Para ella el fallo y causa de lo sucedido está básicamente en la voluntad del hombre. Incluso lo mucho de formativo y de ascesis preventiva, en que sobreabunda su enfoque, da la sensación de concebirse armadura para el combate contra la “tentación de abrir el grifo”.

Por el contrario, aquella iglesia persa parece apuntar a una sexualidad entendida como corriente de agua, que va creciendo hasta correr con ímpetu, aunque de ordinario afloje –tal vez sólo en su componente considerado más externo y “corporal”– al llegar al remanso de la ancianidad. Una corriente que, cuando aumenta su caudal por “lluvias o tormentas”, tanto mayor riesgo tiene de desbordarse por las cotas bajas de las riberas de su cauce, cuanto más angosto y “superficial” sea éste. Una corriente que, salvo que se cuente con un don excepcional –¡no que con toda sinceridad e ilusión se crea poseer!–, lo fácil es que, por más sacos terreros que se pongan y por más terraplenes que se levanten, termine desbordándose cuando encuentra su cauce obstruido. ¡Y con tanto mayor destrozo y desolación, cuanto más eficaz sea la obstrucción! Esto es lo más coherente –aunque la iglesia persa no lo expresara así– con su extirpación mencionada de toda restricción clerogámica, sin exceptuar de ella como he dicho ni al “catholicós" –es decir, al patriarca– en atención a los que no podían contenerse y a los graves males que este hecho había causado.

La invocación resignada –que a veces se hace– de la existencia en todos los grupos, hasta en el de los casados, de vida sexual extramatrimonial y de perversiones de toda índole, encaja mejor con la concepción latina. Sólo entendiéndolas simple “apertura del grifo” puede rechazarse que, pese a los “sucesos”, los centros de formación sacerdotal sean coladero de gente psicológicamente inmadura o sexualmente desviada, a veces hasta la perversión. Esto parece cosa del todo inadmisible, dadas las exigentes y restrictivas normas selectivas existentes y durando tanto tiempo la formación, período a la vez de criba muy tupida.

El fácil a fortiori de esa invocación –si en todos los grupos, cuánto más en el de quienes tienen ocluido por el motivo que fuere el cauce natural de la sexualidad–, casa más bien con la concepción persa, en cuanto que los quebrantamientos del celibato, aunque supongan desviación e incluso perversión, pueden tenerse en principio por “desbordamientos de la corriente” –más o menos destructivos y desoladores según el caso–, sin dar pie con ello a que asalte ni la duda de si los seminarios serán coladero de nada; ni a considerar depravados innatos a los violadores del celibato; sino hombres siempre expuestos, pese a su ilusión y generosidad, al riesgo de “abrasarse” entrañado en aquello de “no es bueno que el hombre esté sólo” (Gn 2,18). Es riesgo que no desaparece por haberse comprometido libremente a celibato –como se supone al exhortar a oración, a ascesis específica, etc.–; sino que reside precisamente en el hecho mismo de ser célibe.

Con la primera concepción sintoniza bastante la relegación a segundo plano del origen creacional de la sexualidad. Me limito a lo más revelador: el hecho de referirse a ella con el término “concupiscencia”. Como cuando expresamente se dice que el matrimonio es su remedio o sedación. Obviamente sin perder el aplomo. Pues, ni se advierte que así se lleva a pensar que la sexualidad no es obra del Creador, sino una propensión del ser humano, consecuencia del pecado original, a obrar el mal. Es el concepto general de concupiscencia y, el particular restringido al tema, “apetito desordenado de placeres deshonestos”. Así, cuando menos se da a la sexualidad aire de lujuria, por no decir que se la identifica, ya que ésta también se define como “apetito desordenado de deleites carnales”. Es “casi” idéntico a decir que el hambre es gula y que, por ende, es inmoral comer. Obvio que las secuelas vitales de ambas identificaciones son radicalmente diversas; pero en el plano de las ideas, la diferencia principal está en que la última no se la cree nadie y la otra se la tiene creída la práctica totalidad de los cristianos.

Bajo el montón de pensamientos ennoblecedores, con que es usual orlar el matrimonio, se comprende que se perciba a causa de eso un rumor de fondo interferente que lo presenta, al final de cuentas, como especie de burdel estable –particular y privativo de dirección recíproca–, en el que legítimamente se puede satisfacer la propensión desordenada hacia los placeres deshonestos. Lo comparable entonces con un depósito de agua, más que la sexualidad lo sería la concupiscencia, cuyo grifo se tiene por honesto abrir, cuando se trata de regar el huerto del matrimonio, aunque en sí misma sea mala y deseo desordenado de “carnalidad”. – ¡Sabe tanto a papa Siricio…!–. Y no es que se piense que el fin justifica los medios; sino simple inercia histórica o, a lo sumo, desvelo por evitar los males mayores que se prevén seguros; en la experiencia latina, como consecuencia de la “innata” concupiscencia carnal y, en iglesia persa, achacables básicamente a una sexualidad reprimida o más o menos insatisfactoriamente satisfecha. Digo básicamente queriendo excluir la ingenuidad de creer que no existe lujuria en el mundo.

Esa degradante transformación de la sexualidad en concupiscencia, tuvo su origen en la doctrina dualista bullente en la época de ese papa. En ella, en efecto, la sexualidad no se concibe obra del Creador único; sino de un agente del mal contrario a Él; agente que hoy podría verse personificado en “la carne”, uno de los tres enemigos del hombre a los que, en distintos momentos litúrgicos, se pide al creyente renunciar.

Por el contrario, con la concepción persa parece cuadrar más la idea de una sexualidad creacional, de existencia anterior al pecado e independiente de él. Es lo acorde con su afirmación recordada, la de ser «el matrimonio legítimo y la procreación de los hijos [… siempre] buenos y aceptables a los ojos de Dios». El pecado no depende de la entidad de ninguna cosa creada; sino que tan sólo nace del corazón del hombre (Mt 15,19), de la falta en él de hasta el mínimo amor que es síntesis de la Ley y los Profetas (Mt 7,12). La sexualidad de ninguna manera puede considerarse mala; ni en sí misma desordenada; ni en modo alguno infectada por el pecado. Los hombres no tenemos tanto poder como para vencer a Dios, como sucedería si nuestros pecados pudieran tumbar y pervertir la bondad intrínseca de lo creado por Él. Tan sólo lo tenemos para disponer de ello para bien o para mal, según las miras de nuestro corazón; no según la naturaleza de las cosas, muy buenas todas ellas en sí mismas (Gn 1,31; 1Tim 4,4).

El matrimonio no es en absoluto el remedio o sedación de la concupiscencia; sino el culmen de la sexualidad creacional. Culmen radiante de gozo. Un gozo sintetizable en el entusiasmo de Adán al encontrarse con Eva antes del pecado y después de haber pasado revista a todos los animales cuando aún ella no existía: «¡Ésta sí que es carne de mi carne y huesos de mis huesos!» (Gn 2,20-23). Un gozo abierto a la redundancia de los hijos (Gn 1,28), buscada con la sensatez y la responsabilidad que corresponden al hombre.

De su soledad en este mundo es de lo único de lo que el matrimonio es remedio. Ella es la que el Creador juzgó perniciosa para la vida terrenal del hombre y la que quiso evitar con la creación de la mujer (Gn 2,18). Remedio tanto más eficaz cuanto más profunda y amplia sea la fusión afectiva de los dos en el día a día. Más aún en el momento de la unión corporal. La sexualidad no es dominio del hombre sobre la mujer, ni al revés. Tampoco primariamente posesión mutua, aunque ésta se dé; sino fusión de acogida y de entrega recíprocas, como a “carne de mi carme y huesos de mis huesos” (Ef 5,28-30). Sin limitaciones respectivas por egoísmos personales; sin imposiciones mutuas de la personalidad propia; sin reproches de la singularidad específica del otro. Esta es la senda que lleva y realiza la transformación del hombre y la mujer en una única carne indisoluble, cual es el ideal del matrimonio (Mt 19,4-6). Carne en el sentido bíblico de la palabra: creatura temporal, limitada y frágil (Jr 17,5-6), sentido en el que hasta los vegetales son carne.

Según la concepción que se tenga de la sexualidad, el acto sexual puede leerse entonces, bien como “apertura del grifo de la concupiscencia” –que, aunque pecaminosa, resulta o no tolerable según sea o no extramatrimonial y de la que siempre se es inmediatamente responsable–; bien, o ya como “desbordamiento anegador de la corriente de la sexualidad” –con responsabilidad inmediata o mediata según se produzca o no, por no haber dinamitado a tiempo la obstrucción del cauce–; o ya como cresta maciza del propio fluir de la corriente, destello y resplandor de la superación de la soledad del ser humano y plasmación plena de la comunión del hombre y la mujer en una sola creatura, entrañablemente única, de amor y carnalidad.

Poner el acento en la carnalidad, aunque luego no deje de recalcarse la unidad afectiva como aditamento suyo enriquecedor situado por encima de ella –no entrañado en ella–, y más colocar sólo en ésta el horizonte del ser una sola creatura, ayuda a ver la sexualidad como simple hambre desordenado de sexo, saciable con sólo “comer” hasta en “comedero”. No puede reducirse a eso el matrimonio sin vilipendiarlo. La sexualidad es hambre de comunión afectivosexual hasta la plenitud natural de la unidad más embriagadora e íntima que es posible en este mundo. La que se da en la concurrencia de amor y sexo, que a la vez es interacción de sexo y amor.

Con la concepción latina de la sexualidad sintoniza la exhortación a orar, hecha al obligado a celibato (Presbyterorum Ordinis 16,3), en la confianza de la liberalidad de Dios, a fin de obtener firmeza de voluntad y no ceder a la tentación. Sintoniza también con los motivos aducidos a favor de esa confianza: «Porque Dios no lo niega a quienes rectamente se lo piden, “ni tolera que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas (1Cor 10,13)”» (Trento: canon 9 sobre el matrimonio).

Sin embargo, en la concepción de la sexualidad como tendencia presente en el hombre desde su creación y tan natural en él como lo son otras muchas cosas –por ejemplo, la dentición–, el hecho de ratificar la disciplina celibataria, «confiando que el don del celibato será liberalmente concedido por el Padre, con tal de que […se pida] humilde e instantemente» (P.O. 16,3), suena bastante a súplica de milagro.

Súplica similar al ruego por que unos determinados trozos de plomo tengan la capacidad de flotar, en atención –referido al celibato– a la excepcionalidad cristiana y sacerdotal que se afirma tener él. Milagro del todo innecesario; que no fue Dios quien ligó el celibato al orden sacerdotal (P.O 16,1); sino que fue la iglesia quien lo impuso, como reconoce el propio episcopado (P.O. 16,3). Y el hacerlo ella no anula el requerimiento paulino (1Tim 2,2; Tit 1,6) tenido por palabra de Dios comúnmente; no por la ley canónica; para la que parecería obligado decir que lo es del diablo. Ni tampoco anula el dato de no haber considerado nuestro único y verdadero “camino, verdad y vida” necesario el celibato, ni para ser el primer Petros de su Iglesia. Seguramente hubiera tenido otro semblante y otras maneras “la societaria católica romana” (ECLESALIA 1&9/3/2010), si ninguno de sus papas célibes –que también los hubo desposados al inicio– se hubiera conducido tan por bajo del nivel del casado Simón Bayona (Mt 8,14).

La sexualidad es, pues, como natural tirón plúmbeo, no hacia el pecado o lo menos perfecto, sino hacia el vivir terrenal propio del hombre, vida en sí misma buena, que no concupiscente. Ese tirón lastra el intento de flotar en la anticipación a este mundo del existir de los ángeles, anunciado para todos en la resurrección (Lc 20,34-35). Pero es que, además de no darse en ésta ese tirón, en modo alguno existirán soledades y penurias (Ap 7, 15-17) a las que se haya de poner remedio y de las que haya que abrigarse y confortarse en el amor conyugal. Ella es en sí misma desbordante acogida/entrega de Dios al hombre y de éste a Dios (Ap 7,15) hasta la plena unidad identificativa y el éxtasis de verle tal cual es (1Jn 3,2).Es una situación simbolizada en el sentarnos Dios en el trono de su Hijo que también es el suyo (Ap 3,21). Es unidad también comparada por la Revelación a la del matrimonio –los salvados son como esposa y “uxor”, es decir, hembra del Cordero (Ap 21,9)–. Unidad de la que, según la Escritura, la terrenal indisoluble del hombre y la mujer en un único ser completo (Mt 19,5), es símbolo esplendente y como esbozo terrenal (Ef 5,31-32).

Desde la perspectiva de ese tirón propio del ser del hombre, la apelación a 1Cor 10,13 en la exhortación a orar para no «abrasarse», evoca el momento en que el tentador invocó la Escritura al decirle a Jesús: “Tírate abajo, porque está escrito: «A sus ángeles ha ordenado que cuiden de ti, y te llevarán en sus manos para que tu pie no vaya a tropezar con una piedra»”. Todos sabemos la respuesta: “También está escrito: «No tentarás al Señor tu Dios» (Mt 4, 6); sino que, «si no pueden guardar continencia, que se casen» (1Cor 7,9)”. Esta impotencia no es determinable ni mensurable extrínsecamente por leyes; sino sólo por el propio afectado.

Salvo excepciones debidas a la iniciativa de Dios (1Cor 7,7) –tal vez sólo escrutable en cada caso, no por idealismos ni compromisos legales libremente asumidos con toda ilusión y la mejor buena fe; sino a través de las concretas circunstancias de la vida de cada uno–, todo ser humano arrastra de por vida esa impotencia. Es incapacidad inscrita en su entraña y, como otras muchas cosas, límite de la especificidad peculiar de su “ser temporal, limitado y frágil”, tal cual lo diseñó el Creador único y bueno. De ahí que la imposición del celibato por ley al orden sacerdotal, además de ser hecho derogable (ECLESALIA 4/6/2009) y carecer por ello de repercusión en la eternidad (ECLESALIA 16/10/2009), pueda incluso parecer intento de enmendarle la plana a Dios respecto de los clérigos, tan seres humanos como el resto de la humanidad.

Sería un intento tan vano como gritan, a pesar de no ser los más los que se estrellan contra “la señal de tráfico”, tanto la frecuencia no despreciable de “accidentes” celibatarios como su doloroso reguero de creyentes abrasados, de generosas ilusiones truncadas, de vidas hundidas, de psicologías destrozadas, de injusticias con terceros, de perversiones, de infamias, de extrapolaciones injustas e infamantes, de recelo del clero, de desprecio de la sexualidad evangélica, de pitorreo, de chanzas blasfemas, de chistes sin cuento… ¡para desprestigio incluso de la Iglesia de Jesús, que no sólo de la “societaria católica”!

Al menos no parece que Pedro dejaría de valorar tal imposición como forma de «poner vetos a Dios» (Hch 11,17). Aun cuando segurísimo que él no dudaría en absoluto de la buena fe de sus sucesores al establecerla y mantenerla. Como cierto que no dudó lo más mínimo de la suya propia, cuando reconvino a Jesús con ocasión del anuncio de su pasión. Sin embargo la respuesta que recibió fue: «¡Vete de ahí; quítateme de mi vista, Satanás! ¡Incitación a pecado eres para mí, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23). Éste es el denuesto más primario que merece la ley del celibato, sin que él obligue a presuponer perfidia en sus autores y mantenedores. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).


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