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LA PROCESIÓN DE LAS BORRIQUILLAS
Sobre la novela El Hereje, de Delibes
BRAULIO HERNÁNDEZ MARTÍNEZ
TRES CANTOS (MADRID).

ECLESALIA, 26/09/06.- Sucedió en Valladolid. En la madrugada del 21 de mayo de 1559, antes de romper el alba, y tras un año de penoso y cruel cautiverio en la cárcel secreta de la Inquisición, acusados por flirtear con el protestantismo, más de sesenta reclusos, entre ellos algunos eclesiásticos, integrantes del foco luterano de Valladolid, iniciaban la que para muchos de ellos sería su penúltima procesión. En la gran ceremonia los clérigos fueron, además, degradados; y al finalizar la misma, los condenados a muerte, fueron montados en unas humildes borriquillas para ser conducidos al quemadero.

El estandarte de la Inquisición y la enseña carmesí del Pontificado abrían la procesión de los reos, marcados con sambenitos, un coro de cantores entonaba el Vexilla regis, de las solemnidades de Semana Santa. En un punto de la ciudad la procesión se fundió con la comitiva real, anunciada con pífanos y tambores. Al rey lo arropaban los príncipes y los altos dignatarios de la Corte, junto con un grupo de nobles y varios arzobispos quienes cerraban su comitiva. Todos se enfilaban hacia la plaza mayor para celebrar el Auto de Fe, una especie de Juicio Final contra el hereje.

La masa cristiana, enardecida y justiciera, esperaba oír el más infalible de los veredictos: la hoguera. Pero también había mujeres y hombres que lloraban. El pueblo bramaba contra el hereje, como en el circo de Roma contra el cristiano. En el imponente escenario levantado en la plaza mayor, con varios niveles, había colocados tres púlpitos. Los reos eran llamados uno a uno, y llevados ante el púlpito de los relatores donde les leían las sentencias: “confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos, con obligación de comulgar las tres Pascual del año”; “degradación, confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera”; “confiscación de bienes y dado a la hoguera”... etc. Parte de los reos tuvieron sentencias más benévolas. Morir en el garrote, previo a ser quemado en la pira, era un alivio.

Todo este pequeño “resumen”, espeluznante y tétrico, es el final de la grandísima y conmovedora novela de Miguel Delibes, El Hereje. Cómo agradezco a Mariano que me la regalara. Qué gran película podría surgir de tan gran novela. El HEREJE es una novela histórica, muy documentada, que sobrepasa al puro relato imaginario. Junto a personajes de creación literaria, como el del protagonista principal, Cipriano Salcedo, hay otros que tuvieron existencia real. Esta obra, la última y más extensa del autor vallisoletano es “un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven”.

Cipriano Salcedo, es un inquieto y próspero comerciante de pieles vallisoletano que “nació” casualmente el año de la Reforma, en 1517, justo el año que Lutero fija sus 95 tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg. Su infancia fue dura, su madre murió tras su parto, algo que no le perdonó su padre. Huérfano de madre y privado de las ternuras paternas, su único cordón afectivo fue Minervina, la nodriza, el personaje más tierno de la novela. Ella le es arrancada de su vida por decisión de su padre que, celoso, interna a su hijo en un colegio de huérfanos. Pero ella aparece, inesperadamente, en la última hora de vida del protagonista, ya camino del cadalso, en la procesión de las borriquillas.

Cipriano Salcedo es atraído por los sermones y la autoridad moral del doctor Cazalla, un hombre de prestigio (fue predicador del emperador Carlos V), un introductor del luteranismo en España. Salcedo entra a formar parte de la clandestina comunidad luterana de Valladolid, (la “secta” en palabras del autor de la novela) y uno de los primeros focos del Protestantismo en España. En la fraternidad tienen a La Libertad del cristiano como libro de cabecera. Me vino a la memoria la catequesis Llamados a la libertad sobre la epístola de San Pablo a los Gálatas: la carta de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios, una carta sin explotar. Y la mención que el ponente, Jesús López Sáez, el responsable de la Comunidad de Ayala, tuvo para con José María González Ruiz, “especialista” en esa carta, y el gran impulsor y divulgador del Concilio Vaticano II en España que, sorprendentemente, dos días después moría, olvidado por el aparato, pero presente, misteriosamente, en medio de una comunidad viva, hija del Concilio. Pablo, para defenderse de los intolerantes, los fundamentalistas de su época, apeló al Concilio de Jerusalén, el concilio de la libertad cristiana.

El ambiente de la hermandad subyuga al protagonista. Su primera experiencia con la fraternidad fue sobrecogedora. El grupo iniciaba la reunión con la lectura de la Palabra, con un Salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban pero que en Valladolid, de momento, se conformaban con rezarlo, piano piano, sin levantar la voz. Él pretendía encontrar en sus estrofas consignas prohibidas. El tal salmo decía: Bendecid al Señor en todo momento / Su alabanza estará siempre en mi boca /... Porque busqué al Señor y me ha respondido / Me ha librado de todos mis temores... La reunión de ese día iba a versar sobre las reliquias y otras supersticiones. Para ilustrarlo, leerían algunos diálogos de Latancio y Arcidiano, del libro de Alfonso de Valdés Diálogos de las cosas acaecidas en Roma. Una crítica a “estas reliquias que sacan dinero de los simples, … que os las mostrarán en dos o tres lugares a la vez”, y que se ponían a la altura de artículos de fe.

El protagonista (me recordó a Zaqueo en su encuentro con Jesús) decide repartir la mitad de sus propiedades entre sus subalternos y arrendatarios. Pero no lo hace movido para asegurarse la salvación eterna - él asumía que “las obras no son indispensables para salvarse”- sino como un gesto de resarcimiento hacia el desapego de su difunta esposa, Teo, “la reina del páramo”, cuyo matrimonio entre ambos fue un fracaso. Aunque él sabe que estos gestos de desprendimiento le agradan al Señor.

Otro de los personajes es Ana Enríquez, una joven bellísima y aristócrata, integrante de la fraternidad (“una criatura demasiado bella para ser quemada”). Ella sale del apuro confesando ante el Tribunal del Santo Oficio (sale absuelta) cómo fue adoctrinada por miembros del grupo. Su breve declaración ante la Santa Inquisición es un escaparate conteniendo algunos de los temas fundamentales del luteranismo: “nuestra salvación se produciría por los solos méritos de Cristo... porque las obras, por sí mismas, para nada servían”. Se citan puntos como la justificación por la fe; el reconocimiento del papado en el Espíritu Santo; la quimera del purgatorio; los verdaderos sacramentos (el bautismo y la eucaristía); la confesión, sólo ante Dios; el culto idolátrico a las imágenes y al crucifijo; el ayuno y la castidad: “después de la redención, habíamos quedados libres de toda servidumbre; y no teníamos que ayunar ni hacer voto de castidad sólo por obligación...”.

Cipriano Salcedo es el prototipo de hombre íntegro, defensor de la libertad de conciencia, que asume sus convicciones hasta sus últimas consecuencias, sin ceder a la fácil tentación del perjurio o de la delación en los momentos de gran tribulación. Él se toma muy en serio la comunidad luterana, a la que idealiza, lo que hace que pronto se gane la confianza del doctor Cazalla, su mentor, y sea enviado, por la comunidad, en una misión especial a Alemania, para hacerse con libros e información sobre el movimiento de la Reforma. Años después, camino del cadalso -en medio de esa gran abominación- y abatido por la “deserción” de sus hermanos en los interrogatorios (para evitar el suplicio del potro), él se pregunta si existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo. Pedía una señal, y se preguntaba dónde estaba Dios.

A la pregunta del inquisidor: “¿cree usted en la Iglesia Romana?”, Cipriano Salcedo ya había respondido en su día: “Yo creo firmemente en la Iglesia de los apóstoles”. Con esta misma convicción muere, mártir, en la hoguera. El confesor, impotente, desencajado, acuciado por la presencia del verdugo con la tea encendida en la mano, no logró arrancarle al hereje la palabra clave que le daba el pasaporte para la salvación de su alma: “decid Romana, solamente eso”. Desalentado, el confesor lo más que pudo arrancarle al reo fue: “Si la Romana es Apostólica, creo en ella con toda mi alma, padre”.

“Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás. Con esa medida seremos juzgados”, le había consolado su tío Ignacio Salcedo, un alto cargo en la Chancillería, cuando le visitó, impotente, en la cárcel de la Inquisición. Miguel Delibes preludia su novela El Hereje con esta “carta de presentación”, recogiendo unas palabras de Juan Pablo II sobre la violencia ejercida desde el seno de la Iglesia: “¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas... Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del evangelio” (Juan Pablo II a los cardenales, 1994).

También el joven Ratzinger, en el 68, apelaba a la libertad de conciencia, como última instancia: "Aún por encima del Papa como expresión de lo vinculante de la autoridad eclesiástica, se halla la ‘propia conciencia’, a la que hay que obedecer la primera, si fuera necesario incluso en contra de lo que diga la autoridad eclesiástica" (El País, Cartas al Director, 27/05/05).

Una vez más, “la Iglesia no cumple lo que predica” lamentaba hace unos años un sacerdote y periodista silenciado. De poco sirve, por ejemplo, que el papa haga una defensa del periodista como “el hombre de la verdad” (discurso de Juan Pablo II ante los periodistas, 1986) cuando, a la vez, los periodistas de información religiosa (o los teólogos), son silenciados sin contemplaciones, sin misericordia, por su Institución. Una cosa es predicar y otra es dar trigo. En una mesa redonda del XX Congreso de Teología, convocado por la Asociación de Teólogos Juan XXIII, el periodista jesuita Miguel Lamet ponía dos ejemplos (del pontificado de Juan Pablo II) sobre el tema: el caso de la prelatura del Opus Dei y el caso del papa Luciani (Juan Pablo I), de cuya muerte misteriosa se cumplirán el próximo día 28 (29) de septiembre 28 años. ¡”Hay tantos que estamos en la cárcel sin saberlo”! (ver El día de la cuenta, Cap. 3 -“La persona de Roma”- en Internet: www.comayala.es).

"El catolicismo no es un cúmulo de prohibiciones", sino de propuestas positivas, decía hace unos días Benedicto XVI. Pero muchos teólogos católicos que hablan y escriben desde la buena conciencia, desde la libertad del cristiano -desde el compromiso con la verdad- hoy, como en los tiempos en que se quemaban a los herejes, son también “condenados”; sus libros son censurados, prohibidos, como es el caso del jesuita J. M. Castillo o el del claretiano B. Forcano. Son las persecuciones actuales por parte de la jerarquía de la Iglesia.

Hay cardenales, eclesiásticos, que cambiaron el rol de apóstoles por el de de virreyes. Como botón de muestra el cardenal “virrey” de Lima que, aparte de presionar, prohíbe hablar y enseñar en su territorio -incluso al prestigioso teólogo Gustavo Gutiérrez, el acuñador del término “teología de la liberación”, de renombre internacional y reciente Premio Príncipe de Asturias- no porque busque “el celo por la verdad … sino sólo el ejercicio de un poder visto como un absoluto, enceguecido por el afán de imponer una noción eclesial que no corresponde a la asumida por el Magisterio en el Concilio Vaticano II”, lo denunciaba , desde Perú, Hugo Cáceres Guinet, de la Congregación de los Hermanos Cristianos (Eclesalia, 14/09/06). Lo hacía como un servicio a la comunidad. Como Isaías: “El Señor me ha abierto el oído, y yo no me he rebelado ni me he echado atrás (Is 50,5-10). (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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