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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

prohibir hablar

EL DIÁLOGO EN LA IGLESIA HACE BIEN
A propósito del abuso de prohibir hablar
HUGO CÁCERES GUINET, Congregación de los Hermanos Cristianos
PERÚ.

ECLESALIA, 14/09/06.- En los documentos del magisterio hay decenas de citaciones sobre la función de los obispos como máximos responsables eclesiales de preservar el patrimonio doctrinal. Todas ellas pueden servir para rebatir mis palabras. Debo dejar asentado que no estoy en contra de que el obispo sea el primer responsable de la predicación, enseñanza y celebración en una diócesis. Es más, defiendo que siempre es necesaria una figura de autoridad que deba tomar una decisión final después de escuchar atentamente a sus fieles; yo mismo ejerzo la autoridad –ojalá evangélicamente– en una congregación religiosa. Quede claro que no escribo para discutir los fundamentos de la autoridad eclesial, sino en el contexto de varias e injustificadas prohibiciones ejecutadas por el Arzobispo de Lima, Cardenal Cipriani, históricamente el primer cardenal del Opus Dei en el mundo, desde que inició su ministerio pastoral.

Tengo amigos sacerdotes a quienes se les ha prohibido ejercer sus funciones eclesiásticas, amigos profesores que no pueden ejercitar su enseñanza en la parroquia donde se ubica la universidad en que trabajan, conozco instituciones que, en seminarios y jornadas de teología, han sido presionadas a cambiar temas y conferenciantes. Sé de la prohibición explícita del teólogo peruano de mayor prestigio internacional – sobre el que no existe ninguna pena canónica ni condenación de Roma – para hablar en público en la arquidiócesis de Lima. Estas situaciones aparecen tan arbitrarias y carentes de sustento que creo que detrás de estas prohibiciones no hay ningún celo por la verdad, ni el bienestar pastoral de los fieles, que son los fundamentos del principio episcopal de autoridad, sino sólo el ejercicio de un poder visto como un absoluto, enceguecido por el afán de imponer una noción eclesial que no corresponde a la asumida por el Magisterio en el Concilio Vaticano II. Además, en el caso de la prohibición al padre Gustavo Gutiérrez, no es sólo un asunto doctrinal o desacuerdo sobre un tema teológico, sino que la figura del teólogo peruano más reconocido mundialmente (1), provoca celos de intenso color púrpura en la estima personal de un pastor de escasos méritos y de imagen pública extremadamente latosa.

El derecho a hablar con libertad es uno de los Derechos Humanos establecidos en la Declaración Universal (2) de 1948. Mi primera observación es ¿un derecho humano esencial puede estar supeditado a un principio de disciplina eclesiástica? En este punto suelen esgrimirse argumentos como: la Iglesia no prohíbe hablar a nadie, más bien retira su autorización para enseñar o predicar a nombre de la Iglesia, lo cual es un derecho de la Iglesia misma. Pero esta argumentación no puede justificar la práctica de ordenanzas que impidan el diálogo, de la prohibición autoritaria y sin explicaciones, de la arrogante actitud del que cree poseer la verdad y ser su único intérprete. Lo que temo es que como Iglesia nos estamos condenando a vivir en una sordera que nos incapacita a escuchar a otros, a sentarnos a conversar, a iniciar una relación en la que podamos decir nuestra palabra porque primeramente sabemos escuchar a los demás.

La Iglesia enseña la verdad que primero ha buscado

En su rol de discípula, la Iglesia escucha primeramente a su Maestro. De Él recibe la verdad que debe comunicar al mundo. Pero este acto inicial no es una teofanía que ocurre de espaldas a la vida desde donde el mensaje eterno del Maestro de Galilea justamente se recibe. La enseñanza de la verdad de la Iglesia se da en un contexto de búsqueda, de anhelo de comprender todo lo que hay de noble, bello y bueno en el ser humano y en la historia. Para la edificación del Cuerpo de Cristo, los teólogos tienen la particular misión de profundizar la reflexión sobre las verdades de fe e iluminarlas con las nuevas inquietudes que surgen en el corazón y la mente de la humanidad. Esta actividad exploratoria está llena de incertidumbres, de novedades, de procedimientos nuevos, de avances y retrocesos. Pero es el único modo por el cual nuestra fe se hace cada vez más comprensible y asequible al ser humano contemporáneo, porque así puede hablar su mismo idioma y está presentada bajo los nuevos paradigmas de entendimiento. Esto siempre fue así. La teología cristiana surgió como una ciencia en diálogo con su tiempo. Esta condición esencial de relación y apertura es la que se está obstaculizando en un proceso de eliminación sistemática. El rol de los teólogos es visto como el del adversario más que del colaborador. Es obligación de las autoridades dejar a los teólogos el trabajo que sólo ellos pueden hacer, para lo cual la libertad es un prerrequisito.

No me extraña que proliferen en Lima tantos movimientos eclesiales que defienden actitudes intolerantes y se autodefinen como auténticos y exclusivos portadores de la enseñanza de la Iglesia porque usan el lenguaje anterior a la década de los sesenta, defienden a ultranza los principios de autoridad y se afirman en lecturas fundamentalistas de la Escritura y del Magisterio. En estos grupos se exalta el peso de la autoridad como fundamento de la verdad y se promueve un cierra puertas ante todo intento de unificar la teología con otros campos de experiencia humana. Como los últimos nombramientos de autoridades jerárquicas provienen casi exclusivamente de estos círculos, es previsible que en pocos años la actividad teológica peruana será completamente eliminada y de ella quedará sólo la que haga eco de un monólogo. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

El ejemplo de Jesús debe guiarnos en el diálogo con el mundo del que somos también parte. El episodio de la mujer griega, siro fenicia de nacimiento (Mc 7,24-30), es especialmente adecuado. Jesús, el hombre nacido en el seno del judaísmo y educado en los valores religiosos de su pueblo, pensó inicialmente que su misión está limitada a Israel (“No vayan a los gentiles, ni entren en ciudades samaritanas, sino más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel” Mt 10,5-6). Sin embargo sus pies lo conducen hacia territorio pagano, donde, en el encuentro con una mujer extranjera, puede experimentar un cambio de perspectiva, hasta ese momento limitada. La universalidad de la misión de Jesús es clarificada por la insistencia de la mujer; al entrar en diálogo, Jesús puede descubrir el modo novedoso de misión al que su Padre lo invita.

Lejos de asumir la actitud del Maestro, lamentablemente nuestra Iglesia está reaccionando con miedo a perder sus seguridades del pasado. El miedo se ha combinado, en el caso de la Iglesia de Lima, en agresividad y soberbia. Una triada sobre la que no sé por cuanto tiempo puede sostenerse el sillón arzobispal.

En la búsqueda de la verdad hay que saber escuchar

En mi formación como religioso me enseñaron que saber escuchar era un don espiritual, gráficamente ilustrado en esta analogía: tenemos dos orejas y una sola boca porque debemos escuchar el doble de lo que hablamos. Este dominio sobre los sentidos es conditio sine qua non para alguien que toma decisiones en la Iglesia. La sabiduría sólo puede derivar de la capacidad de oír como acto previo al hablar, así lo entiende Isaías cuando reconoce que: “El Señor Yhwh me ha dado lengua de discípulo para saber sustentar al cansado con la palabra” (Is 50,4a) pero además, conciente de la envergadura de su misión, el profeta insiste en la súplica: “despierta cada mañana, despiértame el oído para que escuche como discípulo” (50,4c). Por esa razón se sentó Jesús en el brocal del pozo de los samaritanos, por lo mismo Pablo subió al areópago de Atenas; ellos dejaron oír su voz y convicción después de tomar la apropiada actitud de oyentes, después de hacer preguntas. Todavía es posible captar el tono de enojo de Jesús cuando insiste tantas veces ante la obcecada cerrazón de sus oyentes: “El que tenga oídos que oiga” (Mt 11,15; 13,9; 13,43 y par.)

Como Iglesia docente estamos acostumbrados sólo al recurso de la explicación mágico infantil para la totalidad de las interrogantes humanas (“Esto es así y si dudas no tienes fe”). Nos incomodan las preguntas del corazón contemporáneo, nos aterra que nuestras verdades ya no convenzan a la inteligencia del ser humano ordinario. Creemos que nuestras verdades son incontestables. En particular no se escucha a los teólogos, invitados frecuentemente por el Magisterio a continuar en su tarea de investigación, pero en la práctica están cohibidos a expresar sus ideas sobre todo en materia de sexualidad, moral y estructura eclesial. Cuando el actual Benedicto XVI ejercía su ministerio de teólogo definió la obediencia del creyente así: “La verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores, que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Lo que necesita la Iglesia de hoy y de todos los tiempos no son panegiristas de lo existente, sino hombres con quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras” (3).

Los teólogos también merecen atención pastoral

Con tristeza constato que, en los casos de silenciamiento ocurridos últimamente en Lima, no ha habido ningún interés en la persona de los teólogos o sacerdotes o las instituciones involucradas. En el caso hipotético de que ellos pudieran haber estado equivocados y que la medida disciplinaria pudiera ser justa eso no habría impedido la atención a la persona, sus sentimientos, su valor como ser humano. La Iglesia no castiga. Si le corresponde actuar con firmeza no se complace en el dolor de los sujetos involucrados. La misericordia exige preocupación por la persona errada, ofrece alternativas de solución ante las circunstancias. También existe el procedimiento de llamada de atención siguiendo el espíritu de Mt 18,15-17 (“Si tu hermano peca contra ti, vete a corregirlo entre él y tú solos...si no te escucha llévate a uno o dos, para que toda causa se base en la declaración de dos o tres testigos; y si no quiere escucharlos dilo a la iglesia...”). No tengo conocimiento que se haya operado bajo este criterio evangélico, más bien se han tomado medidas finales sin explicaciones. Se ha recurrido a la medida más dura que es la prohibición y no ha existido genuina preocupación en los castigados. Se ha negado el principio de defensa, que es un derecho esencial, en caso de acusación. Esto sólo puede esconder temor a no mostrar argumentos válidos y sostenibles. Ciertamente doctorados de la Universidad de Navarra no tienen peso en el mundo académico internacional.

La unidad no se obtiene con un silenciador

Es muy difundido el criterio de que es más favorable para el bien de la Iglesia que estos casos de prohibiciones o imposiciones de las autoridades no salgan a la luz porque esto dañaría más a la Iglesia. Este argumento ha servido para hacer callar pacientemente a los silenciados, pero no ha ayudado en nada al crecimiento de la Iglesia, ha ayudado sólo para estimular el poder de los fuertes y para que igualmente se hable y comente en los corredores o claustros de lo inoportuno que es prohibir, hacer callar y no dar explicaciones; ciertamente no ha mejorado la imagen de los que ejercen su autoridad haciendo callar. La unidad de la Iglesia no proviene del acuerdo de sus miembros, o de la uniformidad de criterios. Las divergencias son asuntos para ser tratados, deben conformar la agenda siempre abierta de unos fieles que no quieren encerrarse en sus seguridades de catecismo infantil. Más bien las divergencias ayudan saludablemente a crear unidad (4), a reducir la problemática a lo esencial, a redefinir hoy la verdad de siempre.

La unidad sí se crea al fomentar un clima de confianza, al invitar a dialogar, a escuchar con respeto. Creyentes maduros habituados a ejercer la racionalidad no pueden tolerar el argumento arrogante: “Si te opones a mí te opones a Cristo”. El diálogo hace bien, más bien aún a aquellos que se sientan en la cabecera. Oremos para que el don de la escucha se haga camino a través de las pesadas mitras bordadas con hilos de oro. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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(1)Además de ser invitado frecuente en universidades europeas y americanas, sus numerosas publicaciones y doctorados honoris causae, obtuvo el Premio Príncipe de Asturias en 2003 de Comunicación y Humanidades.
(2) Artículo 19: Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
(3) J. Ratzinger, El verdadero pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, p. 293
(4) “Dissentire interdum sine odio tamquam ipse homo secum atque ipsa rarissima dissensione condire consensiones plurimas” (“discutir a veces, pero sin animadversión, como cuando un hombre disiente de sí mismo, y con tales disensiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades”) Agustín, Confessiones IV, 8, 13. Oxford University Press 1992.


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