silenciada
‘¿Cómo decir y mostrar a los pobres de este mundo que Dios los ama?’ (Gustavo Gutiérrez)
JOSÉ IGNACIO CALLEJA, Profesor de Moral Social Cristiana
VITORIA-GASTEIZ.
ECLESALIA, 04/04/06.- Cuando el 25 de Enero de 2006 conocíamos, al fin, la primera carta encíclica de Benedicto XVI, firmada el 25 de Diciembre del año anterior, y publicada bajo el título de Deus Caritas est, una cierta sensación de sorpresa recorrió el mundo católico. Por mi parte, éste fue el concepto que elegí para referirme en la prensa a la aparición de la encíclica: Sorpresa en Roma [1]. ¿Qué quería decir con este titular?
Antes de atender a los contenidos sustanciales de la Carta y de explicarme con algunas reflexiones acerca de por dónde debería seguirse el camino abierto por ella, contestaré a esa pregunta y tendremos cumplida la introducción a nuestro tema.
Entiendo que se puede hablar de sorpresa por varias razones. En primer lugar, doy fe de que el mundo intelectual católico, la teología en particular, esperaba que la carta programática de Benedicto XVI versará sobre el Concilio Vaticano II, cuyo cuarenta aniversario de la clausura, (8 de Diciembre de 1965), estamos celebrando. Por tanto, era muy importante saber cómo se pronunciaba el nuevo Papa ante el Concilio y su recepción por la Iglesia, tanto más, cuanto que el Papa, hasta entonces Cardenal Ratzinger, había sido uno de los peritos destacados del Concilio, como teólogo reconocido, y había evolucionado hacia posiciones, llamemos “conservadoras”, presidiendo, además, la siempre discutida Congregación romana para la Doctrina de la Fe. Evidentemente, un lugar o Comisión donde concurren personas, planteamientos y actos que, para guardar la ortodoxia y vigilarla, serán poco dados a la creatividad teológica y al diálogo eclesial. En fin, no hay que ser muy ducho en la materia para comprender que concurrían las circunstancias que hacían del parecer personal de Benedicto XVI como Papa una opinión especialmente esperada y, una vez conocida, analizada al detalle. Pues bien, el Papa publica, entonces, la encíclica que sabemos, deja de lado el acontecimiento del Concilio cuarenta años después, y sorprendiendo a todos elige la cuestión teológica por excelencia, “DIOS”, pero lo hace en clave de teología práctica, es decir, de teología espiritual, pastoral y moral y, al fondo, de eclesiología de la caridad o de la comunidad de amor, la Iglesia, de la que él habla, “la familia de Dios en el mundo”[2]. La sorpresa, por este lado, es tal, que creo haber percibido en muchos teólogos, en los menos próximos a esa teología práctica, o quizá mejor, a esa condición práctica de la teología, una cierta decepción.
En segundo lugar, lo de la sorpresa, viene avalado en mi mente por el hecho de que la encíclica deja de lado el Concilio, como he dicho, pero sólo inmediatamente, pues mediatamente, no hay tal; ella misma, en su hacer, es un sacramento de la valía teológica y pastoral de ese Concilio. De hecho, casi no se puede afirmar con más fuerza que la Gaudium et spes, sobre todo ésta, y la Lumen Gentium, siguen en pie como una guía irrenunciable para la Iglesia del siglo XXI. Yo no he visto hace tiempo en la Iglesia, desde la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, en 1975, afirmar con tanta rotundidad que el compromiso cristiano de la caridad pertenece esencialmente a la misión evangelizadora de la Iglesia, al igual que la celebración de los sacramentos y que el anuncio de la fe. Es verdad, desde ahora lo reconozco, que ese compromiso cristiano de la caridad, allí, en Evangelii Nuntiandi, se expresa sin rodeos como “el compromiso por la justicia”, y, sin embargo aquí, prima claramente un significado de la caridad como “compromiso asistencial” que, eso sí, no renuncia a exigir la justicia como pauta ineludible de la vida social y política en su legítima autonomía. La diferencia es clara pero, como diré, las potencialidades del modo cómo la última encíclica asume la caridad no creo que sea fácil contenerlas sin efecto político.
En tercer lugar, lo de sorpresa, viene a mi mente animado por esta convicción personal. Un cristianismo que coloca en el centro de su fe a Dios como amor o bondad absolutos, como misericordia, compasión y perdón ofrecidos a todos los hombres y, en primer lugar, a los más necesitados, en todos los órdenes de la vida, digo que este cristianismo tiene tantas o más posibilidades de purificarse, y hasta de volverse contra la Iglesia en sus carencias como “familia de Dios en el mundo”, o mejor, a mi juicio, “familia de Cristo en el mundo”, que no un cristianismo que acoja la caridad con un aprecio más claro de su dimensión política, pero que la afirme, eso, como una dimensión de la vida de fe, incluso como una gran consecuencia, pero consecuencia al cabo. El cristianismo de la Deus Caritas est afirma ese compromiso caritativo como una condición de la fe y de la misión de la iglesia y esto son palabras mayores. Como dice la encíclica varias veces, una condición porque pertenece a su esencia, a la estructura fundamental de la fe, a su naturaleza más íntima; tan constitutiva de esa fe y misión evangelizadora, como el anuncio de Jesucristo y la celebración litúrgica de los sacramentos. Este entronque radical de la caridad en lo más constitutivo de la fe y de la vida eclesial es lo que me anima a mantener lo de sorpresa, entendiendo que el cristianismo no podrá acallar las virtualidades también sociales de la caridad. En este sentido, Juan Pablo II, al que no se cita en la encíclica sino como autor de algunos documentos eclesiales, representa en su DSI una posición teológica mucho más social y política que la de Benedicto XVI, hasta el momento, pero el modo de entender por éste el lugar de la caridad en la identidad de Dios y de la fe, y el modo de entender la propia doctrina social de la Iglesia (n 28a), a mi juicio, ofrecen más potencialidades finales.
Pienso finalmente, en cuanto a lo de sorpresa, que este cristianismo tiene más posibilidades de conectar con las necesidades y esperanzas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que no otro más abstracto y escolástico. La gente, hoy, tiene sed de sentido y felicidad, como siempre, aunque a menudo se distraiga, nos distraigamos, entre sucedáneos del mercado, pero le ha de ser más fácil reconocerse en el Dios Amor, el de la compasión y el perdón, que no en el de la Verdad y el Juicio. Reconozco el peligro de que el mundo “cristiano”, la cultura secular y laica del mundo occidental, en manos de una neoliberalismo neoconservador, acabe con el crecimiento social de este cristianismo tan rico y, a la par, tan endeble, y que lo manipule y hasta nutra económicamente como encargado de la raquítica compasión del sistema hacia los pobres que antes él mismo provoca y seguirá provocando por necesidad de su lógica íntima. Lo sé, y de ahí que la llamada de atención a este peligro, nunca va a estar de sobra, pero yo, sinceramente, veo en este cristianismo oportunidades ciertas de dar con los anhelos ciertos de nuestra gente, y, por tanto, ser una propuesta religiosa culturalmente significativa por humana y religiosa. Que no se desvirtúe histórica o políticamente, éste es el conflicto en el que nos jugamos el ser o no ser de la identidad cristiana de la Iglesia. Hace muchos años que leí que el poder en la Iglesia, la lucha por el poder en la Iglesia, versa sobre la legitimidad en la interpretación cristiana del evangelio. Aquel texto tenía mucha razón, por más que “el poder” entre nosotros se presente sólo como servicio.
Dicho esto, pasemos, de inmediato, a dar cuenta de los contenidos centrales de la encíclica. Me serviré para ello de una síntesis que ha circulado por ahí con mucha aceptación y que en su momento titulé, Guía de lectura de la DEUS CARITAS EST. Me detendré más en la segunda parte de la encíclica que en la primera, por entender que es más de mi competencia y porque le veo más potencial eclesial y pastoral para el futuro. Más tarde, para concluir, me referiré a aquellos aspectos de la encíclica que, a mi juicio, debemos seguir repensando, pues obedecen a opciones teológicas en discusión, muestran carencias sociales muy evidentes o resuelven con ambigüedad el lugar de la Iglesia y de su DSI en la sociedad civil.
II. Guía de lectura de la DEUS CARITAS EST. Este apartado se refiere a una síntesis de la encíclica que, con el propósito de máxima fidelidad al texto, titulé Guía de lectura de la Deus Caritas est, y que puede verse en http://eclesalia.blogia.com/2006/020701-darnos.php
III. Para continuar profundizando en la encíclica Deus Caritas est.
Voy a referirme a lo que en la introducción calificaba como aspectos de la encíclica que debemos repensar, porque obedecen a opciones teológicas en discusión, muestran carencias sociales muy evidentes o resuelven con ambigüedad el lugar de la Iglesia y de la DSI en la sociedad civil[3].
- En primer lugar, yo me referiría a la carencia más importante de la carta encíclica sobre la caridad. Llama la atención el silencio sobre la denuncia política y, por qué no, el compromiso público amplio, que debe acompañar, a mi juicio, a toda acción caritativa por más concreta y urgente que sea[4]. En realidad, toda la Encíclica padece el olvido de referirse a los condicionamientos sociales y a las consecuencias políticas de la caridad, más allá de las mejores intenciones de los cristianos[5]. De hecho, referirse a la globalización y no introducir un apunte de crítica a su gestión neoliberal, no sólo choca, sino que deja a la caridad en la ignorancia más extrema sobre las causalidades sociales de buena parte de nuestras situaciones de pobreza y exclusión. La globalización no es cualquiera, sino de signo principalmente neoliberal, y no es sólo una oportunidad para llegar con más ayuda y más pronto a más sitios (n 30), sino también, y antes, una estructura de pecado[6], como muy bien percibiera, en este caso, con más radicalidad, Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis. Esta globalización es para pocos y contra la mayoría, y sólo cuestionando el modo de vida de los privilegiados, generalmente en los pueblos “cristianos” y “caritativos”, es posible dar con la lógica mercantil profunda. Lógicamente, detrás hay un largo y profundo debate de teología de las realidades temporales o teología política, que ahora sólo citaré[7]. Tal vez el miedo a un exceso de politización estricta de la fe, o a un cristianismo más mundano que encarnado, ha llevado la reflexión de Benedicto XVI por caminos espirituales y privados, donde la caridad más que purificarse, puede convertirse en ideología y beneficencia. Tenemos mucha experiencia en esto y es lógico que lo advirtamos con claridad.
En consecuencia, un aprecio más nítido del significado cristiano del cambio de estructuras, es decir, de la llamada caridad política, la que busca también el cambio de estructuras sociales, sea mediante el voto y la militancia política de los cristianos particulares, y la denuncia política o protesta de todos, como individuos, asociaciones y como Iglesia, sea mediante la acción caritativa y solidaria, desarrollada como propuesta de acciones, proyectos y campañas con significado público alternativo, habría de ser un camino que la Encíclica debió acoger con verdadero afecto para ser integralmente caridad cristiana, es decir, caridad bajo la Ley de la Encarnación en las condiciones reales del mundo.
Además, en cuanto a esta asunción de la dimensión política de la caridad, el reconocimiento de que nadie se libra enteramente de alguna ideología social y política, tampoco los cristianos como Iglesia, y que por ello es necesario analizar esto y, al cabo, dar cuenta críticamente de la propia concepción de la vida social a la luz del amor, de los pobres y de la democracia, hubiera enriquecido mucho esta teología y pastoral de la caridad. Cuando el cristianismo católico ha hablado de una concepción de la sociedad en los términos que lo hace la DSI, no ha podido concretar más allá de lo que le corresponde, pero tampoco menos de lo que humanamente es inevitable y, así, una concepción de los derechos humanos, de la democracia, de la propiedad y de la libertad de pensamiento, un apunte acerca de las estructuras sociales que facilitan o dificultan todo esto, a partir de los pobres, es irrenunciable en la tradición moral de los cristianos[8]. En este sentido, la encíclica, eligiendo lo mejor, la caridad, no tiene por qué soslayar sus condiciones integrales de historicidad y universalidad. Pensar en el ejercicio de la caridad al margen de ideologías sociales y política, algo así como un salir a los caminos e ir dejando interpelarse por las situaciones concretas de necesidad, es tan hermoso como ingenuo, porque uno puede atender con la mano derecha lo que está haciendo que suceda, o colaborando a que suceda, con la izquierda. Las ideologías sociales y políticas no sólo, ni necesariamente, son supuestos teóricos que manipulan la realidad y el compromiso cristiano, sino necesidades de nuestra mente y de la fe cristiana al concretar los conceptos y pautas morales en una realidad por lo demás compleja y opaca. A mi juicio, la cuestión de las ideologías políticas no se resuelve negándolas para nosotros, sino reconociendo críticamente una asunción inteligente de ellas, pensada en coherencia con la fe, y muy libre. Y, desde luego, sin olvidar que también esas concepciones sociales interpelan a la fe. La diferencia, por tanto, no está en el apoliticismo caritativo de algunos, sino en el sentido crítico de todos hacia los fundamentos, prácticas y efectos de la diaconía cristiana[9]. Las cosas son como son, no siempre como las queremos nosotros, y menos como nos la imaginamos en aras de un cristianismo llevadero y, a la postre, premoderno por no acoger, tras discernir, las conclusiones de los saberes “científicos”.
- El segundo aspecto en esta valoración crítica de la encíclica debiera referirse a la cuestión de la mayoría de edad del mundo o, en otros términos, de la secularidad, algo que en la teología moral social está en discusión y que la encíclica deja poco claro en el uso que hace del concepto “razón práctica”. No lo siento diáfano. Quiero creer que se reconoce la política como realidad autónoma, relativamente desde luego como todo lo humano, como algo que dispone de recursos morales propios antes de su encuentro con la moral de la fe religiosa. Pienso en la política laica inspirada en los derechos humanos. El texto, sin embargo, no es claro al referirse a la “razón práctica” (n 27) o razón política, y cómo se purifica ésta no sólo por la fe, sino también por recursos propios de la razón humana en cuanto tal; en otro lenguaje, falta un reconocimiento expreso del valor moral de “la razón natural” en el ámbito de la política, antes de que llegue a dialogar con la fe cristiana o ésta la concrete. Que la razón política necesite siempre purificarse debido al peligro de “ceguera ética” que la amenaza, es una apreciación muy lógica, pero “ceguera” es un concepto que se presta a interpretaciones demasiado ambiguas en cuanto a la relación de la fe con la política; es un lenguaje que apunta a una dependencia ética total, pues allí se habla de la fe como “fuerza purificadora para la razón misma” (n 27 y 29), y de ninguna otra realidad moral autónoma, que no enemiga; con todo, en el párrafo siguiente, y en referencia a la DSI, que parece la mediación preferente en esta tarea, se trata ya de “simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda...”, teniendo en cuanta que “la DSI, argumenta desde la razón y el derecho natural”, ofreciendo “su contribución específica”, “mediante la purificación de la razón y la formación ética”. Hago, por ello, la interpretación más conforme con la teología del mundo y con la democracia laica y la existencia en ella de una moral civil, también de los cristianos, con sus virtualidades purificadoras autónomas. Reconozco, sin embargo, que la encíclica no deja entrever por ningún lado la cuestión de la ética civil en una democracia. Por qué sucede esto puede responderse con el apartado siguiente.
- El tercer aspecto en esta valoración crítica de la encíclica, partiendo de la cuestión recién entrevista de la secularidad, debiera referirse a su corolario pre-político, la cuestión de la laicidad y, por ende, la de la Iglesia como miembro de la sociedad civil democrática y la moral civil. En cuanto al primero, la secularidad ya está dicho que la encíclica, como no podía ser menos, la reconoce siguiendo lo que Concilio enseñó, “independencia, autonomía y colaboración al bien común” (GS 76), y que los laicos representan claramente en su compromiso con el mundo, “respetando su legítima autonomía” (n 29). La secularidad , o autonomía general de la vida en todas sus expresiones, como hecho social y cultural de la modernidad occidental, el que caracteriza a nuestro modo de organizarnos políticamente y de conocer críticamente, sin embargo, está planteando la cuestión de la laicidad, es decir, la cuestión de cómo facilitar la convivencia de todas las cosmovisiones, “religiosas” u otras, en una sociedad democrática y qué relación ha de guardar el Estado con todas ellas, haciendo posible su neutralidad cosmovisional, que no su indiferencia, con concreciones varias de laicidad, que no de laicismo. Este reconocimiento de la laicidad como dimensión constitutiva del Estado Democrático tiene a su base una sociedad civil de ciudadanos, asociaciones e instituciones, iguales en derechos y en deberes. Por tanto la laicidad, a mi juicio, aparece como un rasgo constitutivo del estado democrático, es un patrimonio moral compartido por todas las ideologías y religiones, los derechos humanos, y opera como un método o fórmula de convivencia ideológica en una democracia. De manera, entonces, que la Iglesia es una más de esas instituciones que en la sociedad civil se empeñan en inspirar y basar la vida social, íntegramente, en una peculiar concepción moral de la existencia, y, en nuestro caso, en los principios y pautas del Evangelio, y hacerlo por los cauces democráticos al uso, como ejercicio de la libertad, y de acuerdo con los principios de participación y de subsidiaridad. Ahora bien, la encíclica, esto lo reconoce en cuanto al ejercicio de la caridad por la Iglesia, que es “una de esas fuerzas vivas”, a las que el Estado debe reconocer y ayudar en cuanto a las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales (n 28), pero no consta en ella un planteamiento a fondo del tema.
La sociedad civil y la laicidad no son objeto de atención por la Deus Caritas est, ni directamente quizá era necesario que lo fueran, pero la resolución de las preguntas sobre la caridad sí deja entrever que la encíclica sigue pensando en una Iglesia con cierta exclusividad en el ámbito de lo moral y con cierta preponderancia en cuanto a su moral en la vida pública, todo lo cual merma el reconocimiento en serio de la secularidad moderna, de la laicidad de las sociedades complejas y plurales donde llevaremos a cabo la evangelización, y más aún, de la posibilidad de una moral civil compartida. Todo ello incide, mucho más de lo que se piensa, sobre la caridad integralmente entendida.
Como es sabido, al referirse Benedicto XVI a la doctrina social de la Iglesia dice que ésta argumenta, “desde la razón y el derecho natural”, sin añadir expresamente “a la luz de la fe”. Precisamente, la doctrina social de la Iglesia anterior venía reclamando su estatuto de teología moral social, lo cual requiere siempre, entre sus fuentes de argumentación, la Revelación, es decir, la fe. A mi juicio, cierto es que lo decía, pero no lograba ser claramente teología[10]. Pero volviendo a esta Carta, si argumenta sólo desde “la razón y el derecho natural”, estamos ante un conocimiento filosófico con hondas raíces en la historia del cristianismo, una especie de “filosofía social cristiana” o, con más pretensión, de “ética social cristiana”, que tiene que aclarar su relación con la ética social de los derechos humanos, es decir, la moral civil de las democracias en cuanto tal. Por este camino se ve que la encíclica no se plantea reconocer en las democracias una moral civil compartida, a cuyo crecimiento ella misma colabora críticamente, y en determinados contextos como sujeto cultural preferente; o reconocer que la dimensión moral de la realidad no es de su exclusiva competencia, dentro y fuera de la comunidad cristiana, lo haga en lenguaje creyente o de fe, o lo haga en términos de razón moral natural, como la encíclica asegura de la DSI (n 28a).
Otras carencias en la encíclica, y pienso, por ejemplo, en lecturas más “críticas” que la presente, como el silencio sobre los movimientos sociales alternativos, en particular, los reunidos en torno a “otro mundo es posible” u “otra globalización”, es cierto, pero podría entenderse citado al fondo del aprecio de la carta por las asociaciones del voluntariado social laico; o el silencio sobre la teología de la liberación tras reclamar el valor de la doctrina social de la iglesia, y ésta en una versión poco política, pues es cierto, pero también cabe decir que no se cita para negarla; o la elección de algunos Santos ejemplares en cuanto a su vida caritativa, sobre todo de Teresa de Calcuta y no de otros con más claro significado político, pues cierto es; o la imagen de María como “sierva del Señor”, sin “magnificat” (Lc1, 46-55), o la preponderancia del lenguaje patriarcal y androcéntrico, también es verdad; y, por fin, en cuanto a la primera parte, la compatibilidad de eros y ágape, y del amor humano y el amor a Dios, si a medida que avanza la argumentación, la compatibilidad se desmorona y el cristianismo vuelve a aparecer como contrario a la corporeidad y el eros como vicio, puede discutirse. Yo creo que hay cierta obscuridad en el vaivén de la argumentación, pero creo que el reconocimiento del amor humano, hecho de eros y ágape, no llega a desaparecer. Salvo esto último, reconozco que la falta de condición política en la teología y fe inspiradoras de la encíclica, merma su potencial para una teología y práctica de la caridad cristiana más significativas, cristianas y evangelizadoras. Con todo, me resisto a que ésta sea la última palabra, y reclamo las virtualidades que conlleva por sí misma la vuelta de este magisterio eclesial a la bondad radical de Dios y a la experiencia de este hecho, en uno mismo y en los pobres, como cuestión mayor para la vida de la iglesia y para la vida cristiana en cuanto tal.
Si este amor no estalla en posibilidades eclesiales, personales y públicas, entonces es que la batalla por la libertad del evangelio está todavía lejos de ser ganada por los pobres y, en consecuencia, la experiencia de Dios y la inteligencia de su amor[11] son mucho más “todavía no” de lo que habíamos previsto. Tenemos tarea, y la principal parafraseando a G. Gutiérrez, ¿cómo decir y mostrar a los pobres de este mundo que Dios los ama? Creo que la Deus Caritas est no acierta claramente, pero, a mi juicio, sí que pone al cristianismo católico en la buena dirección. Creo que no faltarán quienes intenten domesticar esta carta, so capa de darle a la caridad alma “espiritual”. ¿Por qué, si no, este silencio sobre la encíclica? (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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