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FUNDAMENTALISMO A LA CARTA
EUSEBIO LOSADA `Uxe´, miembro del foro Kristau Sarea
SESTAO (VIZCAYA).

ECLESALIA, 16/12/05.- La espiritualidad vivida desde la fe como confianza en Dios tiene tal fuerza liberadora que es uno de los motores que empujan la corriente humanizadora que recorre toda la historia de la humanidad. Lo que en estos albores del siglo XXI está en franca decadencia no es la espiritualidad en cuanto búsqueda y anhelo de profundidad, de horizontes de esperanza, de sentido y de vida plena. Lo que no resiste ya los embates del viento de la autenticidad es la religión si se entiende como sistema de encorsetadas doctrinas, de dogmas inmutables, de anacrónicas normas que más que liberar esclavizan y son fuente de exclusión de las personas, de lenguajes lejanos a la vida, de liturgias cuyo fin son ellas mismas, de poder que se resiste al cambio para no perder su parcela del mismo. El mal mayor para toda buena espiritualidad, a mi modo de ver, es el fundamentalismo; y especialmente para la espiritualidad cristiana, que la mina hasta hacer de ella una mera caricatura. No creo yo que el mayor enemigo de la fe sea la secularización de la sociedad, que tiene aspectos positivos y negativos; mientras que el fundamentalismo es siempre negativo porque es causa de intolerancia, de división y de enfrentamientos.

Estábamos tan acostumbrados a calificar como fundamentalistas e integristas a otros, fuesen miembros de otras tradiciones religiosas, de lo que denominamos sectas, de defensores de ciertas ideologías políticas, que no nos parábamos a pensar y a reconocer que ese mismo fenómeno se produce en el interior de nuestros propios grupos e instituciones. Veamos cuál es su raíz psicológica, su postura filosófica, su modo de comprender los textos referenciales y su utilización del lenguaje.

La raíz psicológica de los fundamentalismos –religiosos o no- es el miedo. Y en el saco de los miedos están el miedo a lo diferente y a los diferentes (causa primera de las discriminaciones), el miedo a pensar con autonomía desde la propia conciencia personal, el miedo a la inseguridad, el miedo al pluralismo por lo que puede implicar de perder significatividad y protagonismo, el miedo a la libertad, el miedo a la verdad en cuanto que la realidad puede ser de modo distinto a como yo la veo, el miedo al cambio y a perder poder, el miedo a amar y a ser amados, que lleva consigo el gozo y el sufrimiento... Cuando nos sentimos dominados por los miedos se paraliza nuestra conciencia, esa situación nos infantiliza y pone frenos a nuestra madurez emocional e intelectual. Los mecanismos de defensa que utilizamos van desde la negación de la realidad misma hasta la adhesión a normas “seguras”, pasando por la proyección de nuestros miedos en otros, intentando desplazarlos de nosotros mismos, y el autoritarismo. Todos los sistemas totalitarios manejan a su gusto el miedo colectivo y lo incentivan; en ello se juegan su propia supervivencia. A ello han jugado también las religiones cuando han funcionado como sistemas de dominio y control de las personas y de los grupos humanos. A unos y a otros les interesa tratarnos contínuamente como cuando se trata mal a los niños, como quienes han de ser adoctrinados y no escuchados, como los que han de permanecer callados y sumisos ante la voz de la autoridad competente. Ni que decir tiene que el miedo también puede suscitar en nosotros mecanismos positivos, como son el arrojo, la valentía, la resistencia al mal, el atrevimiento y la prudencia activa.

El fundamentalismo es una postura que, filosóficamente, absolutiza lo que es relativo y relativiza lo que es absoluto. ¡Cuántas veces hemos sido testigos en otros o sufridores en nosotros mismos de las sacudidas en forma de amenaza, de represión de la libertad, de reducción al silencio, de abuso de poder, de exclusión e incluso de violencia física por parte de personas que absolutizan una ideología o una religión ideologizada y dogmatizada con todo su sistema de doctrinas pretendidamente inamovibles!. ¿Puede haber algo más relativo?. Incluso se invoca -en vano- el nombre de Dios, y se deja de lado lo absoluto del amor, de la fraternidad, de la igual dignidad de todas las personas. Por lo que respecta a la fe cristiana esas actitudes y comportamientos se encuentran muy lejos de la espiritualidad de las Bienaventuranzas, que lo relativiza todo al servicio de los pobres y los excluídos, de la justicia y la paz, de los que sufren, de la misericordia como amor de entrega. Las Iglesias cristianas, si son comunidades de Jesús, no están al servicio de sí mismas, sino de la liberación y humanización de las personas y los grupos humanos; no desde el miedo sino desde el amor, como primera y principal virtud humana y cristiana.

Si por algo debiéramos ser perseguidos los cristianos no sería por las alianzas con los poderosos, ni por contribuir a la perpetuación del injusto sistema capitalista en sus nuevas versiones, ni por ahogar libertades personales. La persecución nos vendría por estar con los pobres, con los desheredados, con los sin tierra, con los emigrantes, con los desechados por la sociedad; por defender y practicar la igualdad de hombres y mujeres (empezando por nuestras propias Iglesias y comunidades), por la aceptación y el reconocimiento en igualdad de las personas homosexuales y de otras orientaciones (que son iguales a las demás personas también en lo que a la madurez se refiere), por practicar la laicidad y la presencia transformadora en la sociedad, por reconocer y valorar el pluralismo y ejercitar la democracia y la horizontalidad en el interior de nuestras Iglesias y en la vida social y política, por practicar la no violencia activa, por responder a los “nuevos desafíos en un mundo que ansía la paz”. ¿Somos perseguidos por esto los que nos llamamos cristianos?.

Es propio de los fundamentalistas religiosos no tener en cuenta la historicidad y el carácter situacional y cultural de los textos de los libros sagrados, elevando lo que no hay por qué a la categoría de universal para todos los tiempos o interpretarlos como un código de normas morales intangibles y sacadas de su contexto, haciéndoles decir incluso lo que no dicen. Sin embargo, la carta del fundamentalismo está servida y en nuestro propio mesón. Los platos no son nada sabrosos. No merece la pena hacer aquí un elenco de frases que hemos tenido que oir y que hacen que a muchísimos cristianos con sentido común de nuestras comunidades les chirríen sus tímpanos. Continuamente se olvida lo que es de verdad absoluto para el seguidor de Jesús: el amor y la fraternidad, la comprensión y el respeto, el ayudar a poner en pie al hermano herido, el colaborar en elevar la dignidad no reconocida o pisoteada. Esto sí que recorre toda la espiritualidad del Evangelio como columna vertebradora.

Observo también que hay un fenómeno nuevo en los fundamentalistas de nuestra época. Se trata de la apropiación de un lenguaje que no les corresponde, contaminándolo y vaciándolo casi de contenido para defender lo que se quiere defender. Así, palabras como “dignidad”, “liberación”, “igualdad”, “no discriminación”, “comunión”, “democracia” son utilizadas desde posiciones fundamentalistas para, a renglón seguido, no reconocer la igual dignidad de toda persona, para negar derechos civiles o religiosos (y dones del Espíritu en cada persona, sea de la condición que sea), para mantener privilegios de unos sobre otros, para obstaculizar el funcionamiento democrático y horizontal en el interior de las confesiones religiosas e Iglesias, para seguir discriminando a la mujer, para controlar a las personas y no permitir la libre expresión... La “comunión” es entendida desde esta posición como sumisión ciega a doctrinas y a cadenas jerárquicas, no como lo que es su sentido cristiano: unidad de fe y amor, unidad en la pluralidad (que ha de ser reconocida y valorada como riqueza). Usadas de esta forma, se convierten prácticamente en palabras vacías, no creíbles, que desprestigian a las personas que las pronuncian y a las instituciones a las que pertenecen. Ello influye a la baja en la estimación social de las Iglesias, provocando más abandono de esas instituciones o defección práctica por parte de personas creyentes y dificultando enormemente la labor de la transmisión de la fe a generaciones enteras de jóvenes y de adultos. Tristemente, coinciden y se alinean con las corrientes más conservadoras de nuestra sociedad, las más reacias a los cambios humanizadores y a los vientos de libertad.

Nadie estamos libres de caer en intransigencias y en actitudes cerradas, excluyentes e integristas; quizá yo mismo haya contribuido a ello en algún momento, consciente o inconscientemente. Los tics verticalistas, de dominio sobre otros, de manipulación de las personas o de imposición anidan fácilmente en este barro del que estamos hechos. En nuestro caso, el de las Iglesias cristianas, el hecho de la agravación actual de las posiciones fundamentalistas en su interior quizá se trate de los últimos coletazos de un sistema que se desmorona por sí mismo; quizá sean sólo los antepenúltimos. En todo caso, yo los interpreto como señuelo para volver a la autenticidad de las propuestas del Evangelio, para reformular nuestra fe, para situarnos en la sociedad al estilo de Jesús de Nazaret, perseguido por los fundamentalistas de su tiempo –dirigentes político-religiosos y sus seguidores-, para convertirnos a los pobres y a los excluidos, para dejar a Dios ser Dios y no manipularlo a nuestro antojo. Y la razón de esta sensibilidad es el seguimiento a Jesús, el compromiso con el ser humano y el amor a mi Iglesia; un amor que me duele si percibo que su barca pierde el Norte. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).


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