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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

cuarenta años

cuarenta años

- A LOS 40 AÑOS DEL VATICANO II
- EL VATICANO II Y NOSOTROS

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A LOS 40 AÑOS DEL VATICANO II
EVARISTO VILLAR, teólogo
MADRID.

ECLESALIA, 05/12/05.- Desde los sectores más renovadores del catolicismo frecuentemente se siguen haciendo grandes elogios de un Concilio -el Vaticano II- que se clausuró hace ahora justamente 40 años (08/12/1965). Y no sin razón, porque, aunque estos eventos, organizados por las instituciones generalmente desde arriba, suelen ser antes un punto de llegada que de partida, el Concilio Vaticano II, como es sabido, rebasó en muchos aspectos esta norma. En este sentido, tanto como punto de llegada (final de la Contrarreforma), o como punto de partida (“aggiornamento” de la Iglesia y encuentro con la modernidad) el Vaticano II seguirá siendo para los cristianos (y no sólo para ellos) un referente de enorme interés.

Para enfocar bien este asunto deberíamos recordar someramente la necesidad de reforma con que la Iglesia católica llega a la segunda mitad del siglo XX. Lastrada por el peso de una tradición secular que la asfixia y paraliza, pero removida interiormente, a su vez, por la presencia soterrada de un impulso renovador que pugnaba por salir a flote, la Iglesia está atravesando esa tensa calma que suele preceder a momentos de gran agitación. En esta situación se reproduce en ella el habitual conflicto que surge siempre entre el inmovilismo del poder que se asienta sobre posiciones doctrinales bien amarradas y los movimientos renovadores que, en contacto con otras realidades, pugnan por cambiar la situación. El conflicto aflora ahora en la Iglesia cuando el mejor conocimiento de sus fuentes (la Sagrada Escritura y la Patrística) y el mayor contacto con el mundo real hacen ya inviables la forma y estilo que se habían venido imponiendo durante siglos. La contrarreforma (o respuesta católica a la reforma luterana del siglo XVI), que se había mantenido sobre las investidas de la Ilustración (s. XVIII) y del modernismo (s. XIX), se desmorona ahora como un castillo de naipes ante los incontenibles avances socioculturales y científicos de la segunda mitad del siglo XX. Desde todos sus ángulos se está necesitando otra forma de Iglesia que acoja y ampare su dinamismo interno y proyecte otro modo de presencia cristiana en el mundo.

En este contexto, fue providencial la llegada del Papa Roncali, Juan XXIII, que, recogiendo fielmente las aspiraciones del momento, decidió “abrir las ventanas de la Iglesia para respirar aire fresco”. Y, ante la sorpresa general, anunció la convocatoria de un Concilio (25-01.59) para responder a la pregunta “Iglesia de Dios, ¿qué dices de ti misma?”, y, también, para redefinir su misión en el mundo. Una misión que luego, durante el desarrollo del Concilio, se fue perfilando como presencia cristiana entre los gozos y angustias de la humanidad, singularmente entre los más pobres y excluidos (Gaudium et Spes 1).

No es este el lugar para hacer un pormenorizado balance de los resultados de este empeño. Pero es justo reconocer que, si las tres grandes apuestas del Vaticano II (la reforma interna de la Iglesia, la unión de las Iglesias cristianas y la presencia “profética” en la mundo) no han llegado a producir el fruto que se esperaba, su mayor responsabilidad no habría que echarla sobre el aula conciliar donde se encubaron, sino sobre la aplicación que se ha hecho de las mismas en el posconcilio. Precisamente, del espíritu que reinó en el aula conciliar afirmó Pablo VI, al clausurar el concilio (el 8 de diciembre de 1965), que “aquella antigua historia del buen samaritano había sido el ejemplo y la norma, según la cual se ha regido la espiritualidad de nuestro concilio”. Y, sobre la aplicación que de todo esto se ha hecho en el posconcilio, para nadie es hoy ninguna novedad afirmar que ha estado marcada por la involución y un restauracionismo, que se ha pretendido reimplantar nuevamente la contrarreforma y época de la cristiandad.

Pero no haríamos honor a la verdad si no dijéramos, después de todo esto, que esas mismas voces, que no han escatimado elogios al decisivo impulso que el Vaticano II dio a las grandes transformaciones sociopolíticas, culturales y religiosas del pasado siglo, reconocen ahora, ante los retos que el nuevo milenio nos está planteando (y no sólo a los cristianos, sino también al resto de las confesiones religiosas y a la misma conciencia humana), sus lagunas o insuficiencias. Pues, si es cierto que los cambios en nuestra época se suceden en forma vertiginosa, no parece menos cierto que hoy, más que a una época de muchos cambios, a lo que estamos asistiendo es a un “cambio de época”. Y esto nos pilla, en cierto modo, desprevenidos. Porque éste “cambio epocal” no sólo nos enfrenta a problemas cuantitativamente numerosos, sino, a situaciones que, en gran medida, son cualitativamente diferentes, nuevas.

En este sentido, no le podemos exigir al vaticano II lo que él no puede dar. Surgido en una época aun no globalizada (por lo que a nosotros toca, en plena vigencia del “nacional-catolicismo”), ni las preocupaciones, ni los objetivos, ni los medios con que contaba podrían haber elaborado respuestas adecuadas a las nuevas situaciones. Su mejor aportación -amén de su proyección de una nueva imagen de Iglesia- es sin duda su decidida apuesta por la presencia pública de la Iglesia, y de forma “samaritana”, en el mundo y su voluntad de colaborar con todas las instancias, y con talante inclusivo y renovador, en la difícil solución de los grandes problemas que aquejan a la humanidad. En consecuencia, para los nuevos desafíos de hoy estamos necesitando nuevas respuestas que sólo como inspiración podemos recoger del Vaticano II. Me voy a referir sólo a los dos retos que considero de mayor calado. (Para muchos autores no se trata de dos problemas enteramente nuevos, sus raíces vienen de lejos y ya existían, en forma larbada, durante la época del Concilio. Pero éste no pudo abordarlos. Por esta razón se piensa que el Concilio llegó insuficientemente y tarde a la cita con la historia: llegó a la modernidad cuando ya el mundo (occidental) estaba transitando las vías de la postmodernidad.

En primer lugar, el reto que supone para la conciencia humana la existencia de inmensas masas de pobres que la globalización de la economía neoliberal ha dejado al descubierto. A esta nueva situación hemos llegado como final desafortunado de la “guerra fría” o guerra de confrontación geopolítica entre los dos grandes sistemas del momento, el capitalismo y el socialismo. Con el triunfo inapelable del primero, cuyo símbolo podemos advertir en “la caída del muro de Berlín” (1989), se impone un único sistema económico (¿y político?), no social, el “sistema mundo” que ha clausurado el “ciclo de emancipaciones nacionales” que venían defendiendo su supervivencia y libertad en décadas anteriores (singularmente en Centroamérica y el Caribe). Ahora todo ha quedado bajo la hegemonía inapelable de un mercado controlado por los grandes intereses del capital. Un mercado que excluye, por principio, a todos y a todas los que no tienen nada que mercar. Es decir, esa “inmensa masa de pobres” que malviven entre la resignación, la desesperación y la ilusión de alcanzar algún día ese mínimo de bienestar que hoy día el sistema –que protege nuestra comodidad- les está negando.

Pues bien, para abordar esta nueva situación, que afecta a las tres cuartas partes de la humanidad, no se pueden encontrar recetas en el vaticano II. (Y esto a pesar de su gran Constitución Gaudium et Spes, uno de los documentos, de inspiración religiosa, más brillantes de pasado siglo). Tampoco la Teología de la Liberación, que se desarrolló a partir de la década de los 70 en América Latina, directamente inspirada en el mismo Vaticano II, puede, desde su ámbito eminentemente sectorial, ofrecer respuestas adecuadas a este magno problema de la entera humanidad.

El otro botón de muestra es la presencia en escena de las muchas religiones, o del pluralismo religioso. Aunque las religiones ya estaban ahí, algunas desde hace milenios, su epifanía en el horizonte actual es un fenómeno nuevo, no enteramente desvinculado de las masas de pobres que señalábamos en el punto anterior. Porque, si el sistema mundo nos ha puesto ante los ojos las masas de pobres que existen en el planeta, estos mismos pobres nos han descubierto las muchas religiones que existen en el mundo. Porque a nadie se le escapa que es entre los pobres donde las religiones tienen mayor audiencia. Y, a su vez, que son las religiones, todas las religiones, las instituciones que, por regla general, muestran mayor “preferencia” hacia los pobres y los que sufren. De este modo, los muchos pobres, dejados a la intemperie por la globalización neoliberal, han puesto de manifiesto, a su vez, las muchas religiones. (Y no entramos ahora a verificar si las religiones empujan a los pobres a liberarse de su situación, a la construcción de un mundo otro -como axioma cristiano desarrollado por la Teología de la Liberación-, o, más bien, los están llevando a la resignación y a la pasividad, lo que las convertiría en verdadero “opio del pueblo”, como ya denunció Marx).

Pues bien, siendo honestos, tampoco este magno problema de relación de la Iglesia católica con el pluralismo religioso se puede resolver hoy desde las aportaciones del vaticano II. Sus máximas apuestas, en este terreno, fueron por el ecumenismo (constitución Unitatis redintegratio), que clama por la unidad de las iglesias cristianas, pero manteniendo la primacía de la Iglesia católica sobre el resto de las “iglesias hermanas”; y por el inclusivismo que refleja el decreto Nostra aetate sobre la relación con las religiones no cristianas. En definitiva, este nuevo fenómeno “del pluralismo religioso”, que pone en cuestión el monolitismo cristiano, exige un nuevo tratamiento que establezca unos mínimos éticos desde donde abordar entre todas las religiones el compromiso con la justicia en el mundo y la defensa de los derechos humanos y ecológicos.

Termino. ¿Un nuevo concilio ante los nuevos retos? Siempre será mejor abordar directamente los problemas que resbalar sobre los mismos o dejarlos pudrir indefinidamente. La historia no asumida vuelve siempre reivindicando sus derechos. Pero los problemas señalados anteriormente son de tal magnitud que parecen superar la misma capacidad de la Iglesia católica para abordarlos en solitario. Tanto más cuanto que la actual situación por la que está atravesando ella misma (con una práctica de la democracia interna y un respeto a los derechos humanos discutible y discutido) no parece ofrecer garantías suficientes para enfrentarlos con un mínimo de objetividad y realismo en un nuevo concilio. En este sentido, es loable el esfuerzo que están desplegando algunos colectivos católicos (entre ellos Proconcil) para reclamar “un proceso conciliar participativo y corresponsable” en la Iglesia católica. Pero los desafíos parecen tan urgentes y desmesurados que van a exigir la colaboración de todas las religiones y de toda conciencia humana para resolverlos.

No tenemos, es verdad, ninguna solución mágica para responder a sus demandas. Pero si -mientras vamos rastreando entre todos el camino más práctico y realista- se nos fuera permitido soñar, yo soñaría con un escueto parlamento de todas las religiones del mundo dirigiendo a la humanidad una breve carta como esta:

“Querida humanidad: Estamos teniendo noticia de que nuestros fieles se están implicando conjuntamente y con los pobres en la defensa de la justicia que maltrata el capitalismo neoliberal. Y esto nos agrada porque nos parece el mejor camino para establecer la paz. Por otra parte, sabemos también que estos mismos fieles se están imponiendo el máximo respeto a los derechos humanos en el interior de cada una de las instituciones a que pertenecen. Y esto nos vuelve a llenar de satisfacción porque entendemos que, por vía de ejemplaridad, puede ser otro camino que atraiga al resto de las instituciones humanas al reconocimiento de la dignidad e igualdad de los hombres y mujeres que poblamos actualmente el planeta. Nosotros, como portavoces oficiales de todas las religiones del mundo, te anunciamos estas buenas noticias que creemos inspiradas por el mismo Dios. Enhorabuena”… Pero, claro, esto es sólo un sueño. ¡Qué lástima! (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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EL VATICANO II Y NOSOTROS
JOSÉ IGNACIO CALLEJA, Profesor de Moral Social Cristiana
VITORIA-GASTEIZ.

ECLESALIA, 05/12/05.- El 8 de Diciembre de 1965 tuvo lugar en Roma la solemne clausura del Concilio Vaticano II. Han pasado 40 años. La gente que no pertenece a la Iglesia, o que se ha ido alejando de ella, o que no está para muchas cavilaciones históricas, no tiene una idea clara de lo que el Concilio ha significado para nosotros. Hablo desde dentro del cristianismo católico.

Con ocasión de tan magno acontecimiento, muchas miradas van a volverse hacia ese Concilio, queriendo apresar alguna clave que explique y recupere el potencial de aquella “conversión” eclesial. Especialistas e historiadores tiene la Iglesia que nos han de aclarar con detalle lo que aquel Concilio quiso ser, pudo ser, fue de hecho o se frustró. Me gusta saber del pasado, pero temo que la Iglesia mire demasiado hacia ese tiempo y que lo haga con añoranza y pena, y hasta arrepentida de haberlo abandonado. Tengo la impresión de que nos gusta celebrar mucho las bodas de plata y oro de casi todo, conmemorar los centenarios de maravillas de nuestra historia, pero siempre de algo que fue y ya no es, ni va a ser. En castellano sencillo, que miramos demasiado hacia el pasado y lo celebramos con la fruición de quien piensa, “en mis tiempos...” Pero, ¿tus tiempos no son éstos? O, ¿es que hay otros tiempos?

Personalmente viví la Clausura de ese Concilio sin enterarme de nada. Era un niño que no podía valorar lo que allí sucedía. Apenas si me queda el recuerdo de que nos regalaron varios televisores que ya no salieron del Seminario. Ésta fue mi ganancia. No es pequeña.

El Concilio es un bosque de ideas y propuestas, pero, si se me permite elegir entre ellas, hay una que me tiene atrapado desde hace años. La manera de entender la Iglesia su relación con el mundo y, por tanto, el modo como la Iglesia se entiende a sí misma y entiende al mundo, es algo que me parece fundamental. En términos muy sencillos, nosotros respondemos estas cuestiones, no sólo, pero sí muy principalmente, con estas palabras: La Iglesia es Pueblo de Dios en medio del mundo, en el mundo de su tiempo, dentro de él, como su compañera de historia y testigo de Jesucristo. Ella existe para evangelizar, es decir, ofrecer el Evangelio, celebrarlo y encarnarlo, con especial sensibilidad hacia los pobres, en obras de misericordia y solidaridad, convirtiéndolo en un testimonio que apela a la libertad y al corazón de todos. Teológicamente es mucho más complejo que esto, pero, sin esto, nada tiene sentido cristiano en Teología.

Cuando la gente “ajena” a la Iglesia oye estas cosas, puede pensar que estamos locos. Piensa que soñamos con “angelitos” o que añoramos un pasado de predominio sociológico del cristianismo que ya no volverá. Seguramente nosotros les hemos dado esta impresión. Yo mismo reconozco haber vivido durante años con la convicción de que el problema principal del cristianismo católico era su modernización. Creía que de lograrla, reverdecerían viejos laureles. Pensaba, no obstante, que no sería fácil, porque lo moderno era muy fuerte y avanzado, y nosotros, muy temerosos y envejecidos. Ha pasado el tiempo, y nosotros somos muy temerosos y seguimos envejecidos, pero lo moderno ha sido muy cuestionado, y es muy justo hacerlo. Claro está que según y cómo. Pero lo que me importa decir ahora es que estamos recuperando la confianza de quien sabe que tiene una Buena Nueva que ofrecer y que el anhelo de sentido es tan perenne en el ser humano como su propia existencia. Y que estas dos realidades imperecederas tienen oportunidades intactas de encontrarse en el corazón de millones de personas, si hay quien dé testimonio de haberlo logrado noblemente.

Pero el Concilio no pudo prever todo el cambio cultural que llegaba y nosotros nos hemos despistado en esta tarea fundamental. El Concilio, hace cuarenta años, previó que nuestro interlocutor en Europa era el hombre y la mujer de conciencia moderna y autónoma, el que ha superado una minoría de edad intelectual, política, religiosa y hasta moral. Así lo pensaron muchos y así nos lo enseñaron. Y, en buena medida era cierto. Con tanta sinceridad lo vieron y dijeron los mejores teólogos y obispos, que muchos otros, los más conservadores, se han vaciado por desactivar los principios filosóficos y teológicos que impulsaron a la Iglesia en este diálogo pastoral con el mundo moderno. Los conservadores siempre han querido volver a los “cuarteles” de invierno y nuestras dificultades con la modernización las han interpretado como la prueba de su éxito. Pero también éstos se equivocan en su propósito y estrategia, y se equivocan más, y son prisioneros de la misma tesis sobre la modernización. Tanto quienes pensábamos que la salida era la modernización sin más, como quienes piensan que la salida es evitarla a toda costa, erraríamos si no percibiéramos la novedad cultural de nuestro tiempo. El Concilio no pudo prever, pero nosotros sí, y estamos obligados a hacerlo, que tenemos delante por primera vez a hombres y mujeres que, en muchos casos, no se reconocen religiosos. El anhelo de sentido, de felicidad o de trascendencia, no se plasma en ellos, en su consciencia, como inquietud religiosa, sino directa y explícitamente como indiferencia, ausencia o silencio. Esta novedad entre muchos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sitúa al cristianismo en un escenario totalmente imprevisto, de manera que cabe decir que vivimos un tiempo tan complicado como la primitiva evangelización en el Imperio Romano. Quizá hasta más difícil, pues aquellos destinatarios del primitivo cristianismo eran siempre gentes con alguna creencia religiosa, la que fuera, pero gentes con conciencia religiosa y fe explícitas. Por primera vez, el cristianismo se aviene a ser Pueblo de Dios en medio del mundo, entre gentes que no reconocen sentido alguno a la palabra religiosa. Y no valen salidas en falso, aunque dignas, como la que apela a los cristianos anónimos o al consumismo y la patria como religión de sustitución.

Por dónde sacar esto adelante es la cuestión que todos tenemos en mente. Algunos de entre nosotros aspiran a la vuelta atrás, y lo hacen con cierto éxito, pero a mí me parece que ese cristianismo es poco de Jesús, poco cristiano. Le suele faltar la Encarnación. Me recuerda a los toros, a los que no tengo afición alguna, pero que he observado cómo se refugian contra las tablas para aguantar más tiempo de pie.

Tengo más esperanza en dos intuiciones que apunto para concluir. La primera es que dentro de la Iglesia recuperemos intensamente el cristianismo de Jesucristo, con su relación radical con el Padre y con los Pobres; todos los cristianos iguales en dignidad, hombres y mujeres iguales en derechos y deberes, todos iguales para el servicio al mundo en la diversidad de ministerios y carismas. La segunda, que ofrezcamos la buena nueva de Jesucristo como lo que es, buena noticia del Amor y Gratuidad de Dios. Como en estas dos pautas estamos muchos, me apunto a destacar una tarea primordial. Esa buena nueva tiene que lograr un mínimo reconocimiento cultural, es decir, que la sociedad actual europea la reconozca bien avalada por sus prácticas humanizadoras y bien expresada en su lenguaje teológico. En cuanto a la importancia de lo primero, todos estamos de acuerdo en la Iglesia, si bien discutimos sobre cuándo nuestras prácticas son humanizadoras. En cuanto al segundo aspecto, hay en la Iglesia muchas reservas hacia la necesidad de la Teología. Tengo para mí que si la Teología no consigue algun tipo de aceptación cultural entre los saberes humanos, en una sociedad tan mediática como la actual, es imposible que el discurso cristiano resuene significativo entre las generaciones más jóvenes. Necesitamos una atmósfera “cultural” y “mediática” donde el discurso religioso y cristiano merezcan respeto teórico. El respeto a la práctica solidaria cristiana, todos lo tienen, pero el teorético, si es con la forma de catecismo y dogma, apenas es aceptado, y si no es así, la racionalidad moderna no tiene costumbre de tomarse en serio el pensamiento cristiano. Muchos confían en que éste sea el servicio de la enseñanza religiosa escolar, pero si la cultura actual no admite entre los saberes dignos a la teología y las ciencias de la religión, o éstas no lo intentan, en cuanto los niños y niñas crezcan dejarán la fe como referente vital o la mantendrán como referente sociológico y privado. Sin llegar a la cultura, entendiendo por tal ese conjunto de ideas y pautas reconocidas como razonablemente sabias por una sociedad, y esto de manera espontánea, no es posible un anuncio significativo de la buena nueva de Jesús hoy. El Concilio no lo pudo ver, pero nosotros sí. Debo terminar. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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