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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

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LA CONVERSIÓN DE ROMERO Y “EL LAMENTO DEL LEVITA DESTERRADO”
“Y cenaré con él” (Ap 3,20)
BRAULIO HERNÁNDEZ MARTÍNEZ
TRES CANTOS (MADRID).

ECLESALIA, 23/03/07.- El 1 de diciembre de 1979 se anunciaba en El Salvador una inquietante profecía. Eran las fiestas jubilares en Santiago de María, la anterior diócesis de monseñor Romero, antes de ser nombrado arzobispo de San Salvador (el 3 de febrero de 1977). A él le dedicaban ese día para unos homenajes. Uno de los números, en el que participaron sacerdotes y amigos suyos, fue la escenificación del martirio de santo Tomás Moro: aquel hombre entregado a la causa de los desposeídos, que no se arrugó en denunciar la vida corrupta del monarca, negándose a reconocerle como el jefe de la Iglesia de Inglaterra. Casi cuatro meses después, el 24 de marzo de 1980, Romero era asesinado, a la hora de la cena, durante el ofertorio de la misa, en la capilla de un hospital de cancerosos. El mártir Romero se convertía en el santo Tomás Moro de Latinoamérica.

Fue una misteriosa carambola que, el pasado 12 de marzo, día del 30 aniversario del asesinato de Rutilio Grande, el jesuita cuyo martirio produjo lo que monseñor Romero llamaba su “conversión”, por todo el mundo se pregonara la noticia de la posible sanción del Vaticano a Jon Sobrino, el autor de “El Resucitado es el Crucificado”. Al igual que Rutilio, Jon Sobrino fue, junto a su compañero, el jesuita y mártir Ignacio Ellacuría, otra piedra angular en la “conversión” de monseñor Romero. Jon Sobrino está vivo de “casualidad”: alguien tenía que estar ausente, de viaje, para poder recoger el manto de Elías, cuando los escuadrones de la muerte masacraron a toda su comunidad. Pero desde hace años los guardianes de la ortodoxia de la Sinagoga bien montada (expresión del obispo Casaldáliga) están controlando sus libros. A una comunidad cristiana de Madrid que tiene como lema escuchar la Palabra de Dios en el fondo de los acontecimientos, no se le podía escapar el impresionante “detalle” del salmo propio del día: Lamento del levita desterrado (Salmo 42). Y el evangelio: Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco, con la intención de despeñarlo. Había proclamado la liberación de los oprimidos y la buena noticia a los pobres (Lc 4,24-30). Y en el 27 aniversario de martirio de Romero, todas las lecturas propias del día, sábado 24, vienen como anillo al dedo: Así surgió entre la gente una división por causa de Jesús (Jn 7, 40-53). Se dice que la casualidad es el sinónimo de Dios cuando no firma. Otras veces, como aquí, la lleva con rúbrica.

Fue “un mes de junio sangriento” aquel de 1975 en la diócesis de Santiago de María. En el cantón Las Tres Calles, un grupo de campesinos que regresaban de la celebración litúrgica, fue interceptado por la Guardia Nacional que, amparada en la bula de sus uniformes, descargó sus metralletas, asesinando a seres inocentes. Un acto premeditado, que el Gobierno justificó alegando que los campesinos portaban armas subversivas. Ciertamente, se demostró después, sus únicas “armas” eran sus Biblias. El obispo Romero (había tomado posesión en diciembre) consoló y socorrió caritativamente a los familiares de las víctimas; pero se negó a condenar públicamente los asesinatos, desoyendo el clamor de una buena parte del clero y de sectores cristianos. Él optó por un tibio silencio de “resignación cristiana” enviando una dura carta personal al Presidente, su amigo, un demócrata-cristiano. El funeral por las víctimas derivó en un acto de protesta: un grito unánime de liberación de un pueblo sometido, sin voz.

La tibia reacción del obispo dio motivos a la oligarquía y al Gobierno –de militares, sustentado económicamente por aquella, a cuyos intereses servía- para confiar que contaban con un obispo a su medida que no interferiría en la cruzada de los Cuerpos de Seguridad contra la subversiva pastoral medellinista (de opción preferencial por los pobres) a la que acusaban de “marxista”. Se entiende que, dos años después, cuando el nuncio les pidió sus pareceres, tanto el Gobierno como la oligarquía cafetalera y las clases influyentes dieran su aprobación, por unanimidad, para catapultar a Romero como arzobispo de la capital de la República. El verdadero reto del nuncio era convencer al clero más influyente.

No es lo normal que en la Iglesia, en los puestos de arriba, se den procesos de conversión a lo Romero. Salvo contadas excepciones, sucede todo lo contrario: cuanto más alto en el escalafón, más “conservador” y acomodado, o atrapado, en las estructuras (de poder) de la Institución. Y más alejado del “abajamiento” de la cruz, tan presente en la teología de Jon Sobrino: asumir más el destino de los pobres, saliendo en su defensa y denunciar y desenmascarar a los poderosos. “No es un prestigio para la Iglesia estar a bien con los poderosos” declararía Romero el 17 de febrero de 1980, en vísperas de su asesinato. Por eso llaman la atención los papas Juan XXIII (vuelta primaveral a los orígenes), o de Juan Pablo I. En el caso del papa Luciani, observa un sacerdote identificado con su causa y su figura, se aprecian tres etapas: la conservadora; la de conversión al Concilio; y la profética: señalar los males de la Iglesia y apuesta decidida, (pase lo que pase) al cambio. “Usted es el papa. Es libre de decidir y yo obedeceré. Pero sepa que estos nombramientos significarían la traición a la herencia de Pablo VI”, le espetó, según testimonios fidedignos, el Secretario de Estado Vaticano, horas antes su muerte (El día de la cuenta, págs. 137-38).

Monseñor Romero era un sacerdote y obispo conservador, siempre dócil a Roma; su proceso de “conversión” se acrecentó al ascender al cargo de arzobispo y asumir la “responsabilidad” de la Iglesia salvadoreña. En una carta a Juan Pablo II le decía: “Creo en conciencia que Dios pide una fuerza pastoral en contraste con las inclinaciones ‘conservadoras’ que me son tan propias, según mi temperamento”. Habituado a la pastoral sacramentalista, él desconfiaba de los experimentos pastorales de la teología de la liberación. Su receta de más piedad y oración, y menos cantos de protesta social chocaba con la praxis de los curas más jóvenes, especialmente con los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA), ellos eran el blanco de los ataques de su pluma. A Romero aún no le había llegado la hora de denunciar desde el púlpito que “Una religión de misa dominical pero de semanas injustas no gusta al Señor” (4/12/1977).

Cuando el nuncio le comunicó (el 21 de abril de 1970) el deseo del Papa de nombrarle obispo, Romero se lo tuvo que pensar 24 horas, pidiendo ayuda a sus consejeros (uno del OPUS y otro jesuita). Le pesaba la fría acogida que tuvo entre el clero en San Miguel, sus pulsos con los sacerdotes más jóvenes. Aunque “en lo que a la caridad se refiere, Romero era insuperable”, “siempre samaritano”. “¡Tenía que ser un 21!” apuntó Romero en su diario (casualmente todos los 21 estaban dedicados a la advocación de la virgen de la Paz, devoción promovida por él). Llama la atención otro “detalle”: el ceremoniero de su consagración episcopal, el 21 de junio de 1970, fue el jesuita Rutilio Grande, el mártir que sorprendentemente pasó el testigo a Romero.

Su primer destino, como obispo auxiliar en la archidiócesis, estuvo acompañado de tensiones. Romero no sintonizaba mucho con la línea pastoral, medellinista, que practicaban por allí; incluso dejó de asistir a las reuniones del clero, porque, según él, se fomentaba la desunión: “la única cosa que se hacía era criticar a la Iglesia, al papa y a los superiores”. El arzobispo, por circunstancias, le puso al frente del semanario Orientación, el principal órgano divulgativo y educativo de la fe y de la vida eclesial de la archidiócesis (el arzobispo tuvo que cesar al director, un sacerdote muy progresista de su confianza, por la publicación de un artículo ensalzando al cura guerrillero Camilo Torres); el auxiliar Romero dio un giro copernicano a Orientación, convirtiéndolo en una sucursal del L’Observatore Romano. Las ventas se desplomaron; pero lo importante para el nuevo director era salvaguardar la ortodoxia: “¡Hemos guardado la fe!”, fue su último editorial como director, al ser nombrado obispo titular de la diócesis de Santiago de María en 1974.

Allí se encontró con una experiencia piloto de pastoral popular, “Los Naranjos”, acusada de subversiva por el Gobierno y por otros cristianos. Era una experiencia de catequización y evangelización, nacida del espíritu de Medellín, donde se impartía la palabra de Dios en clave de concienciación política, para un pueblo oprimido, sin voz, que pedía liberación. Monseñor Romero, como precaución, la clausuró temporalmente, causando contrariedad entre sus promotores. Pero se comprometió a estudiarla; y, tras corregir algunas desviaciones, propuso llevarla a todas las parroquias, bajo la supervisión de los párrocos. Allí empezó a barruntar que las cosas no había que verlas sólo desde la mirada del nuncio, del Gobierno, o de la oligarquía católica, sino también desde la perspectiva de su clero. Algo se movía dentro de él. Tuvo un gran gesto de humildad: “¡Ayúdenme a ver claro!”, suplicó en una reunión.

Su firmeza en la defensa del magisterio frente a “ciertos liberadores a la moda”, y la prudencia con que resolvió la experiencia de Los Naranjos, o el suceso dramático de Las Tres Calles (y otras), colocaban a Romero, a los ojos del nuncio, como el mejor candidato para suceder al arzobispo. Cuando el rumor de su nombramiento corría, el pesimismo cundió de nuevo entre el clero más joven y los laicos más comprometidos. El nuncio tuvo que rogar, especialmente al provincial de los jesuitas, para que apoyaran el nombramiento de Romero, y lo arroparan.

Sangre y luz en la conversión de Romero, se titula uno de los epígrafes de un libro muy interesante sobre la biografía de monseñor Romero. En él se dice que tras aquel dramático suceso de Las Tres Calles, “otra experiencia dura que tuvo que afrontar el obispo Romero, tan simpatizante con las esferas gubernamentales y amigo tan allegado a Armando Arturo Molina, el coronel que entonces estaba en la presidencia de la República y era, por consiguiente, comandante general de las Fuerzas Armada”, Romero empezó a interpelarse ante el drama de su pueblo, buscando luz en la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, y releyendo de nuevo, más a fondo, el Documento de Medellín. Tantos gritos de liberación de un pueblo pobre y oprimido, empezaron a hacerle mella (Oscar A. Romero: Biografía, Jesús Delgado, UCA).

Fue el asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977 (apenas 20 días después de su toma de posesión como arzobispo) lo que provocó en Romero el “abajamiento” del crucificado (tan presente en Jon Sobrino), al que percibió en la violencia ejercida por el poder contra los campesinos pobres sin voz, y contra sus sacerdotes y laicos asesinados impunemente por causa del evangelio. Allí palpó definitivamente el cinismo de aquellos gobernantes “amigos”, que se tenían por muy cristianos. Eran ellos -los mismos que daban las órdenes de matar, apresar o torturar a sus sacerdotes o laicos comprometidos- los primeros en llamarle acto seguido por teléfono para darle el sentido pésame. Y no sólo no movían un dedo por aclararle los asesinatos, sino que se justificaban contándole una “sarta de mentiras”.

Romero comenzó a comprender que “el poder corrompe; y cuanto más poder, más corrompe”. Lo comprobó en sus antiguos compañeros cursillistas, cristianos honrados, que al medrar en la estructura económico-política de la sociedad, trucaban el evangelio por otros “ídolos”. Al nuncio le disgustó la firme decisión de Romero de no asistir a más a más reuniones con el Gobierno mientras no le aclarasen tantos asesinatos. En su decisión se cumplían las palabras del salmo “Dichoso el hombre que no va a reuniones de malvados” (Sal 1) que escuchábamos este mes junto a la parábola del rico epulón: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, aunque resucite uno de entre los muertos, no se convencerán.» (Lc. 16, 19-31).

El asesinato del jesuita Rutilio, junto a dos campesinos colaboradores, produjo, como añadidura, el milagro de la multiplicación de los panes: la unidad del clero formando una piña con su arzobispo (el gran anhelo del nuncio). Los sacerdotes, religiosos y religiosas decidieron, en asamblea, convocar a una gran misa en la catedral, única para toda la archidiócesis, privando (y eximiendo) de la misa dominical en las parroquias. Tal iniciativa intranquilizó a monseñor Romero, pero decidió sumarse: ¿cómo desaprovechar esa gran oportunidad para sellar la unidad del clero? Pero el nuncio se escandalizó, y Romero recibió una reprimenda cuando le informó de la iniciativa. También amigos católicos de la alta sociedad intentaron disuadirlo; hubo protestas por quienes se veían privados del cumplimiento del precepto dominical. Cerca de 100.000 personas llegaron a esa eucaristía desde todas partes de El Salvador. Pero faltaba una: el nuncio del Vaticano que, escandalizado, puso tierra por medio ausentándose a Guatemala. Romero había optado por sus sacerdotes, comprometidos con el pueblo sufriente, por el Dios de la vida, antes que agradar al nuncio, tan distante de los sufrimientos de aquel pueblo tan humillado y creyente. La sensibilidad del nuncio sólo se activaba ante las respuestas del sector reaccionario de los poderosos.

“Cuchicheos de muerte” empezaron a escucharse, inmisericordemente, en medio de una iglesia, aquel 10 de mayo de 1977, en la misa funeral por el ministro asesinado. Un murmullo de complicidad se expandía entre los miembros del Gobierno y las clases adineradas del país, más estridente aún entre las damas católicas: “Ay, que Dios me perdone, pero ¡yo deseo la muerte de ese obispo!”. Se sentían estafados, traicionados por aquel a quién, hacía sólo tres meses (el 3 de febrero de 1977) habían dado su apoyo sin reservas para que le ascendieran a arzobispo de la capital de la República. “Nos hemos equivocado”.

Empezaron las críticas de algunos de sus compañeros de escalafón –obispos alineados con los postulados de aquella derecha empeñada en exterminar a 200.000 salvadoreños para extirpar el “marxismo”- a cuyos gobiernos de turno bendecían. Sus mitras les tapaban los ojos, impidiéndoles ver. Romero sabía que estos compañeros se “chivaban” a Roma. A su vez, Roma le enviaba algún que otro emisario apostólico con funciones detectivescas. Para despejar malentendidos, y desmontar maquinaciones malintencionadas, Romero decidió viajar a Roma (su viaje a Jerusalén) en varias ocasiones. Allí encontró, en dos ocasiones, el aliento del papa Pablo VI (“¡Ánimo!, no todos comprenden, pero no desfallezca”); pero también una humillante reprimenda, en la Prefectura para Obispos, sin darle opción a su legítima defensa. Romero descubrió la incompatibilidad de la diplomacia con la verdad evangélica. En la frialdad de la Curia, encontró el ánimo, la solidaridad de algún monseñor como el cardenal Pironio (casualmente “La persona de Roma” a quién el papa Luciani confió sus intenciones respecto a las líneas de su papado; el cardenal amigo a quien visitó Pilar Bellosillo para hablarle sobre la muerte de Juan Pablo I (“Viaje a Roma de 1985”), también, en Roma, encontró el apoyo del padre Arrupe, el P. General de los jesuitas.

En cambio, el primer encuentro de Romero con Juan Pablo II, en mayo del 79, fue muy descorazonador. Compañeros y gentes malintencionadas habían entregado al papa informes muy negativos sobre Romero. Él le entregó un dossier con las sistemáticas violaciones de derechos humanos en su país, algunos muy calientes como la matanza del sacerdote Octavio Ortiz y de cuatro jóvenes menores de 15 años en el recinto “Despertad” donde el sacerdote impartía un cursillo de iniciación cristiana para jóvenes. “No me traiga muchas hojas, que no tengo tiempo de leerlas... Y además, procure ir de acuerdo con el gobierno”, le recriminó su papa. Romero salió llorando de la audiencia: “El papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia”.

Su segundo encuentro con Juan Pablo II, en enero del 80, fue algo mejor, aunque agridulce. El papa esta vez no le hizo esperar, mostró prisas por felicitarle: Romero no se había opuesto (para evitar la sangría del país) al golpe revolucionario de unos jóvenes militares, deseosos del cambio, para derrocar a sus jefes corruptos. Una salida providencial para Romero en aquellos momentos; providencialmente, fue un golpe incruento. Detrás estaba el amigo norteamericano, el que financiaba los escuadrones de la muerte y gran aliado del papa Wojtyla en la lucha contra el “marxismo” y la teología de la liberación. Juan Pablo II le alentó en su defensa por la justicia social, pero advirtiéndole de los estragos de un marxismo infiltrado en el pueblo cristiano. Romero, con su habitual espíritu de obediencia al papa, le respondió que el anticomunismo de las derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo. Ya lo había denunciado, el 15 de septiembre de 1978: “Hay un ‘ateísmo’ más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo de capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”.

Aquella antigua tirantez de Romero para con los jesuitas, ahora, tras el martirio de Rutilio Grande, se había tonado en declarada defensa, solidaridad y admiración por su labor evangelizadora, de opción por los más pobres (trazado en el famoso documento de la Compañía de Jesús “Fe y justicia”). Ambos se convertirían en el blanco del poder económico y de los tradicionalistas, acusándolos de traidores. Para colmo, un obispo de su país, en unas lamentables declaraciones a la prensa durante la reunión episcopal latinoamericana de Puebla, atizaron el fuego al acusar a los jesuitas, y a monseñor Romero por confiar tanto en ellos, de ser los males de la Iglesia en El Salvador. Aquellas élites de El salvador no aceptaban que los educadores a quienes confiaban la educación de sus hijos, ahora tuvieran tantas preocupaciones sociales. Ambos, en comunión, practicaban una pastoral donde se condenaba la violencia estructural, con alusiones claras a la violencia arbitraria del Estado. “Aun cuando se nos llame locos, subversivos, comunistas… sabemos que no hacemos más que predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas...”. (Romero, 11/05/1978). Jamás en El Salvador se había visto la catedral tan abarrotada de gentes sedientas de escuchar la Palabra, adaptada a los acontecimientos, en las homilías de monseñor Romero.

Como recuerda monseñor Samuel Ruiz, obispo emérito de Chiapas: “Todo el que opta por el mundo de la pobreza entra en conflicto... La única pregunta que se nos va a hacer al final de los tiempos es cómo tratamos al pobre... También entre la jerarquía que asume esta opción hay mártires, que no son, como antes, mártires de la fe, sino mártires de la justicia… En la parábola del Buen samaritano al sacerdote y al levita les importa más el templo, que contaminarse con lo impuro atendiendo al hombre malherido tirado en el camino”.

Todo estaba pactado, preparado para el sacrificio; esperaban, impacientes, la menor excusa. Para confundir y echar luego la culpa a los otros, le hacían llegar rumores, por boca del nuncio de un país vecino, de que la izquierda le preparaba un atentado, algo que él no se llegó a creer, no le encajaba, aunque sabía que estaba entre dos fuegos. Las acusaciones de algunos obispos tildando al arzobispo de fomentar la “subversión” del país, alimentaban el fuego para el sacrificio. Justo un mes antes de su muerte, monseñor Romero se decidió a denunciar públicamente, en la homilía dominical del 24 de febrero, las amenazas de muerte contra su persona. Sabía que aquellas derechas tan católicas habían puesto precio, hacía tiempo, a su vida. Había vivido aquel misterioso anuncio, en aquel homenaje donde escenificaron el martirio de santo Tomás Moro.

Casualmente, la liturgia de ese domingo, víspera de su asesinato, hablaba de “no matarás”. Era la Palabra más oportuna para recordar al Gobierno y al Ejército (especialmente a los disciplinados soldados) que ante una orden humana de matar debe prevalecer el mandamiento divino “no matarás”. “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios ... Les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”. Pero la profética homilía sobre el “no matarás”, el Gobierno, interesadamente, la interpretó en clave de guerra: era un delito, una consigna subversiva. Era la liturgia del amor frente a la del cinismo de los poderosos. El lunes, a las 6’26 de la tarde, se consumó el sacrificio. A la hora habitual de su cena. Rondando esa hora, el nuncio le notificó en su día su designación para ser consagrado obispo. Misteriosamente, se cumplían aquellas palabras proféticas tomadas del Apocalipsis (Ap 3,20), escritas por monseñor Romero durante uno de sus retiros espirituales, doce años antes: “Y cenaré con él”. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia)

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