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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

amoríos

DE LOS AMORÍOS DE DIOS
Al hilo de la encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI
MIKEL SUMPF, teólogo; mikelsumpf@yahoo.es
INNSBRUCK (AUSTRIA).

ECLESALIA, 13/03/06.- Afirmar que Dios es amor puede ser tan teológicamente exacto como existencialmente irrelevante. No es el caso de la primera encíclica de Benedicto XVI, teológicamente impecable y socialmente oportuna. Una lectura atenta descubre una sólida fundamentación bíblica y doctrinal, al tiempo que lanza el reto de la caridad a una sociedad que tiene la tentación de construirse de espaldas a la misericordia. Si toda misiva de amor es siempre bien recibida, la del nuevo Papa no debe ser una excepción: bienvenida su carta sobre el amor.

Los documentos magisteriales deben superar la prueba del algodón de su recepción por parte de la comunidad creyente. No es momento ahora de entrar en la polémica teológica de la necesidad o no de la receptio para determinar la validez de la doctrina trasmitida; en un nivel mucho más prosaico hemos de reconocer que, de un tiempo a esta parte, muchos cristianos y cristianas reciben los documentos romanos con bastante indiferencia. En este caso, tratándose de una carta sobre al amor, la frialdad en la recepción no deja de ser un dato inquietante. ¿Cómo puede una carta de amor dejarnos fríos? ¿La clave no estará en una minúscula preposición que convierte la pasión de una carta “de” amor en la asepsia de una carta “sobre” el amor? ¿No será que los teólogos en su vana pretensión de enseñarnos todo sobre el amor no muestran sino la autopsia de un cadáver diseccionado en eros, ágapes, philias, éxtasis, benevolencias, concupiscencias y alguna víscera más?

El amor no se explica en quince páginas. El amor es servicio, pasión, misericordia, consuelo, trasgresión, hijos, cuerpo, novedad, éxtasis, ... vida. Y la vida, gracias a Dios, siempre nos lleva la delantera.

Afirmar que Dios es amor puede ser tan teológicamente exacto como existencialmente irrelevante. Lo desconcertante no es que Dios sea Amor, ni Bien, ni Bondad -por ponerle tres trajes que le sientan primorosamente-, lo asombroso, lo trasgresor, lo ¿herético?, lo... vivo, es que Dios ande en amoríos con una mujer pecadora pública, que chochee esperando la vuelta de un hijo que le defraudó, que llore amargamente por su amigo muerto, que se le haya visto flirteando con una samaritana junto al brocal de un pozo, que ande en bodas con borrachos, que coma con Zaqueo.

A las encíclicas papales y, por extensión, a los documentos eclesiales, les suelen faltar el nihil obstat de los trenes de cercanías en los que madres de familia, apretujadas como sardinas en lata, mandan cartas de amor a sus hijos mientras se dirigen a limpiar escaleras para que sus retoños tengan un pedazo de futuro que llevarse a la boca. Les faltan cenas en casa de Ana y Maribel que llevan años escondiendo su amor de las miradas inquisidoras de sus familias y que ahora, mientras nos tomamos un poleo menta después de quitar la mesa, me cuentan que por fin se han decidido a adoptar un niño que será infinitamente querido. Les faltan horas de urgencias junto a María y Pedro deseosos que la investigación con células madre libere a su pequeño Javi del dolor de su enfermedad degenerativa. Les faltan noches frías en la Casa de Campo donde las expertas en amor – sí, esas mismas que nos toman la delantera en el camino hacia el Reino- tienen un master en soledades. Les faltan el nihil obstat de la vida.

No es cuestión de esnobismo. No se trata de estar a la última, se trata sencillamente de escuchar la vida y asombrarse con Pedro, el primer Papa papá: Sí, yo he visto el amor de Dios en Ana, Maribel, María, Pedro... y, “¿quién era yo para poder estorbar a Dios?” (cf. Hch 11, 17).

Para entender el amor de los gentiles ya tenemos el Arte de amar de Erich Fromm, para adentrarnos en la locura del Amor crucificado de Dios, puro exceso, absoluta ternura, necesitamos que nos sigan contando que un pastor salió a buscar una oveja, que hubo un hombre malherido al borde del camino o que los pies de Dios fueron bañados con lágrimas, enjuagados con cabellos, cubiertos de besos y ungidos con perfume... por una pecadora pública; ¡qué desvergüenza!, ¡cuánta vida!

¿Para cuándo una encíclica corta, sencilla, que entienda Antonio mi vecino del quinto? Una carta de amor que nos haga vibrar, que incendie el corazón, que nos hable con la autoridad de la seducción, que nos descubra a un Dios cada vez mayor, cada vez más Amor. Mientras llega, bienvenida sea la carta amorosa de Benedicto XVI. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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