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ecleSALia del 11/04/07 al 31/07/10

igualdad + justicia

Fe de erratas: El artículo, Matrimonios Homosexuales, fue publicado en el Diario de Teruel el día 1 de mayo, y, por error, en este informativo bajo la autoría de Carlos Lanuza el 1 de julio. El autor, Luis Ignacio Pérez, nos lo envía modificado y mejorado.


MATRIMONIOS HOMOSEXUALES
LUIS IGNACIO PÉREZ NAVARRO
ZARAGOZA.

ECLESALIA, 21/09/05.- Hasta entrado el siglo XVIII se daba por hecho que la esclavitud era algo necesario, e incluso bueno, para el funcionamiento de la sociedad. Ni siquiera el Cristianismo, tan sensible a los temas sociales, puso en tela de juicio su existencia. San Pablo había aconsejado a los esclavos “que sean sumisos a sus amos y que procuren dar satisfacción en todo” (Carta a Tito, 2, 9). El ilustrado Montesquieu, todavía en el siglo XVIII, dijo, para justificar la esclavitud, que “el azúcar sería demasiado caro si no se emplearan esclavos en el trabajo que requiere el cultivo de la planta que lo produce” y “no puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un cuerpo totalmente negro” (Enciclopedia, Libro 15, cap.5). Durante siglos se habían construido sesudas teorías acerca de la superioridad del hombre blanco sobre el negro. La inmensa mayoría de la gente así lo creía, muchas veces por ignorancia, inercia o pereza intelectual. Sin embargo ya durante ese siglo empezaron a surgir voces que gritaban contra la inhumanidad y terrible injusticia de esa lacra de la civilización. A lo largo del siglo XIX lo impensable se hizo realidad: una tras otra, las naciones occidentales fueron aboliendo la esclavitud en todos sus territorios. Hoy la vemos como algo inaceptable, intolerable, cruel, despiadado, y todos los adjetivos que queramos añadir, pero hace unos siglos era un hecho de lo más común.

Aun después de su abolición en Estados Unidos, y hasta bien entrados los años 60, los afro-americanos siguieron siendo considerados como ciudadanos de segunda clase en ese país. No podían ir a los mismos colegios que los blancos, ni subir en los mismos autobuses, ni optar a ciertos trabajos. La lucha por los derechos civiles de esa minoría fue larga y enconada pero finalmente se consiguió; ahora, muy poca gente pondría en duda la igualdad de derechos de negros y blancos.

Algo similar ha ocurrido con los homosexuales. Durante siglos han sido considerados como enfermos, pervertidos, traidores a su sexo, y la homosexualidad como “inclinación objetivamente desordenada”, “pecado gravemente contrario a la castidad”, “pecado nefando”, etc. Por esas y otras razones han sido insultados, encarcelados, violados, castrados, mutilados, quemados o gaseados.

Hoy, en nuestro país, los homosexuales han conseguido equiparar sus derechos legales a los de los demás ciudadanos. Y, al igual que los negros americanos, no lo han tenido fácil porque ciertos sectores de la población han utilizado y siguen utilizando todos sus recursos materiales y todo su poder para impedirles disfrutar de los mismos derechos que los demás.

En primer lugar, los obispos españoles, a través de documentos, cartas pastorales e incluso en manifestaciones, han hecho todo lo que ha estado en sus manos para paralizar la Ley de matrimonios homosexuales e influir en las conciencias de los católicos. Desde luego ninguno de esos documentos y cartas han sido fruto de un diálogo profundo, sincero y sin prejuicios entre la Iglesia y el colectivo homosexual. Son documentos en los que hay mucha doctrina y poca compasión, mucha Ley y poco corazón. El derecho canónico se ha querido imponer al civil, como en tiempos que todos recordamos. Los obispos han apoyado y participado de manera clara y sin tapujos en la manifestación contra los matrimonios gays, pero han brillado por su ausencia en las manifestaciones contra la Guerra de Iraq (criticada por el mismo Juan Pablo II) o contra la pobreza en el mundo. Filtran mosquitos y se tragan camellos.

En segundo lugar, ciertos grupos de corte conservador han utilizado la defensa de los valores familiares y la estabilidad afectivo-psicológico-sexual del niño como arma arrojadiza contra todo intento de acabar con el monopolio milenario del matrimonio heterosexual, alegando que el matrimonio homosexual acabaría con la familia y asegurando, sin ningún tipo de prueba seria, que los hijos de homosexuales sufrirán mucho psicológicamente al no tener padre y madre. Para ello han recurrido a psicólogos y psiquiatras de conocida intolerancia ante la homosexualidad, para que les apoyen en su cruzada.

No entiendo por qué los matrimonios homosexuales ponen en peligro la institución familiar. No entiendo en qué medida los derechos de unos pueden poner en peligro esos mismos derechos en otros. Nadie ha dicho todavía que los matrimonios homosexuales en Holanda y Bélgica, o en los Estados norteamericanos de British Columbia y Vermont, hayan acabado con la institución familiar en esos lugares ni la hayan debilitado. Nadie que desee el matrimonio puede estar en contra del matrimonio. Y si los homosexuales pagan los mismos impuestos que los demás, ¿por qué el Estado no puede ofrecerles los mismos derechos? No nos engañemos. No hay crisis de la familia; hay crisis del concepto rígido e inflexible que algunos tienen de cómo tiene que ser una familia.

Ha surgido también el sofisma de que si aceptamos los matrimonios homosexuales tendremos también que aceptar los matrimonios entre hermanos, o los matrimonios de un hombre con varias mujeres o viceversa, o los matrimonios con niños, animales, etc., etc. A mí este argumento me haría reír si no fuera porque en él subyacen concepciones dogmáticas de las relaciones humanas, mucha dureza de corazón e incluso mala fe. No sé qué tiene que ver una relación madura entre dos personas adultas del mismo sexo, que tienen capacidad de elegir y tomar decisiones y que se respetan el uno al otro sin causarse ningún daño físico ni psíquico, con la zoofilia, la poligamia, la poliandria, el incesto o la pedofilia.

Otros esgrimen el argumento etimológico. Efectivamente la palabra matrimonio significa etimológicamente “defensa / gravamen de la madre” (matri munire). Sin embargo es absurdo pensar que el problema pueda residir en una palabra. Las lenguas son algo vivo que va evolucionando con el tiempo. Si el significado ha quedado obsoleto se cambia o se amplía, y ya está. Lo que los homosexuales pedían no era que su unión fuera etimológicamente correcta sino que pudieran acogerse a la institución matrimonial, que les ofrece iguales derechos que a los demás.

Y el hecho de que muy pocas culturas hayan visto bien el matrimonio entre homosexuales no me parece una razón de peso para no aceptarlo ahora. Históricamente la mujer estuvo sojuzgada en casi todas las culturas; eso no justifica que hoy siga siendo del mismo modo; de ahí que se entienda como un avance global la progresiva equiparación de derechos entre hombre y mujer. La conciencia y el conocimiento del ser humano están en continua evolución y crecimiento, como muy bien explicaron el psicoanalista Carl Jung y el teólogo Pierre Teilhard de Chardin, y, por ello, lo que en un momento parecía del todo aceptable (la discriminación de la mujer), pasó posteriormente a ser inaceptable para seres humanos más evolucionados; y lo que en un momento pareció inaceptable (el matrimonio homosexual), por falta de conocimientos objetivos, por falsas concepciones religiosas, fisiológicas y psicológicas, y, en resumen, por ignorancia, se ha convertido ahora en aceptable y justo. La Historia es un camino hacia adelante, no una mera repetición.

Surgen también objeciones de tipo bíblico. Es bien sabido que hay ciertos pasajes de la Biblia que, leídos fuera de su contexto, van en contra de la homosexualidad (Libro del Levítico y algunas epístolas de Pablo). Interpretarlos al pie de la letra supondría hacer lo mismo con todo lo demás y aceptar cosas tales como que se pueden poseer esclavos, tanto varones como mujeres, mientras sean adquiridos en naciones vecinas (Levítico 25:44), y que comer marisco es una abominación (Levítico 11:10), y que uno no puede acercarse al altar de Dios si tiene un defecto en la vista (Levítico 21:20), y que "el marido es cabeza de la mujer", y que las mujeres deben ser dóciles a sus maridos en todo (Efesios 5:21-23), y yo todavía no he visto a nadie que se quite un ojo o una mano porque les haga pecar (Mateo 5:29-30). En el pasaje de Sodoma y Gomorra del Génesis, el pecado está en la falta de hospitalidad y en la violencia sexual, no en la práctica homosexual.

No se puede interpretar la Biblia al pie de la letra y criticar después la lectura literal del Corán por los musulmanes o de la Biblia judía por los judíos. Las tres cosas tienen un nombre: fundamentalismo. Parece, a menudo, que, en lo referente a la homosexualidad, siempre hay que tomarlo todo al pie de la letra, mientras que en otros temas se pueden aceptar interpretaciones. Una característica del fundamentalismo cristiano es el juicio y la condena a todo aquel que es un “enemigo de Dios”, olvidando lo central del Cristianismo que es el amor y la compasión.

De todos es conocida la postura condenatoria de la jerarquía de la Iglesia Católica con respecto a la homosexualidad; la consideran como algo tan negativo y perjudicial que si pudieran la harían desaparecer de la faz de la Tierra. Es sorprendente, sin embargo, que muchos sacerdotes y teólogos muy inteligentes, muy progresistas y muy críticos ante temas sociopolíticos e intraeclesiales, cierren filas con la jerarquía en el tema de la homosexualidad o se muestren muy ambiguos. No creo que esa homofobia o esa ambigüedad se deban estrictamente a la Biblia. Durante siglos se ha glorificado el celibato sacerdotal como símbolo de pureza, separación de la comunidad y superioridad sobre el resto de los mortales, muy por encima de las relaciones de pareja que implican la sexualidad y que nos hacen más terrenales. Desde San Agustín, y quizás antes, se vio la sexualidad como algo sucio y pecaminoso, inferior al celibato y a la castidad, con resultados catastróficos que todos conocemos. La sexualidad, y por supuesto la homosexualidad, es una asignatura pendiente en la mayoría de las iglesias; cientos de años de represión y/o devaluación no pueden pasar sin dejar huella. Además no podemos olvidar la falta de libertad de expresión dentro de la Iglesia Católica que lleva a muchos a permanecer continuamente en el terreno de la ambigüedad, no satisfaciendo en realidad a ninguna de las partes.

Otros utilizan argumentos fisiológicos basándose en que una pareja homosexual no puede procrear. Y yo me pregunto: ¿qué pasa con los matrimonios tradicionales que no pueden tener hijos? ¿son por ello menos matrimonios?. La esencia de una relación de pareja, del tipo que sea, es siempre el amor, no la reproducción de la especie; si así fuera, el ser humano seguiría siendo como un animal de la selva. Jesucristo ya nos lo dijo: Amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. (Mc. 12,33); el evangelista San Juan tuvo la intuición genial de que Dios es Amor, y San Agustín supo que si amas puedes hacer lo que quieras. Hay gran cantidad de parejas homosexuales rebosantes de amor el uno por el otro, con una fidelidad y una madurez que muchos matrimonios tradicionales querrían para ellos. Porque la crisis de la familia y del matrimonio nada tienen que ver con los nuevos tipos de familias ni con otros tipos de matrimonios. Hay y ha habido siempre familias muy estables y familias que son un infierno.

Hay también argumentos de tipo pseudomédico que insisten en que la homosexualidad se puede “curar”. En esto contradicen por un lado la evidencia, que les demuestra lo contrario, y por otro lado a una organización tan prestigiosa como la Organización Mundial de la Salud que, hace ya bastantes años, quitó la homosexualidad de su lista de enfermedades (y no por presiones de los grupos homosexuales, como se ha dicho hasta la saciedad).

Conozco unos cuantos casos de personas que, mal asesoradas por sacerdotes, familiares, médicos, o por su miedo terrible a ser rechazados por la sociedad, han desperdiciado décadas de su vida intentando cambiar su orientación sexual con terapias más o menos agresivas, sin conseguir otra cosa que no haya sido destrozar su autoestima o entrar en profundas depresiones. Existe una asociación de corte evangélico, Exodus, que presume de haber cambiado la orientación sexual de muchas personas. También hay y ha habido notables psiquiatras que, con una falta total de escrúpulos, han intentado hacer cambiar de orientación sexual a muchos homosexuales atormentados por la culpa y obsesionados por no ser como los demás. Ese cambio es siempre superficial y fruto de la sugestión y, a menudo, al cabo del tiempo, la persona se da cuenta de que, aunque esté casado con alguien del otro sexo y con hijos, se sigue sintiendo atraído por personas de su mismo sexo. Una cosa es cierta y objetiva, por mucho que algunos lo quieran negar o enmascarar: la homosexualidad no es una opción sino algo que viene dado y que no se puede cambiar, como el color de los ojos o el tamaño del pie. Un homosexual sólo puede hallar complementariedad en una persona del mismo sexo; lo demás no pueden ser más que sucedáneos. La sexualidad no es sólo cuestión de genitalidad; eso sería devaluarla y reducirla a su mínima expresión; es un aspecto que envuelve la totalidad de la persona. Uno se siente atraído y ama a toda la persona, no sólo a un cuerpo. El engañarse y creer que siendo homosexual se puede tener una pareja del sexo contrario lleva en un altísimo porcentaje a la ruptura de la relación y, en prácticamente el 100%, al sufrimiento indecible e inútil de todas las partes. Aquellos que lo han vivido saben que es verdad lo que digo.

Es muy difícil para un rico saber lo que sufre un pobre, o para un blanco conocer el sentimiento de inferioridad de un negro, o para un hombre experimentar lo que es ser mujer en un mundo patriarcal y machista. Igualmente todos esos señores que se dedican a pontificar en largos artículos de prensa o de internet acerca de las maldades de la homosexualidad y del matrimonio homosexual no entienden nada porque lo viven desde la cabeza, juzgando desde fuera, sin aceptar la diferencia, sin respeto por el otro, nada de corazón que les facilitaría una mayor comprensión del prójimo diferente. Quizás por eso Jesucristo bendijo a los pobres, a los que sufren, a los que lloran, a los que luchan por la justicia, etc., porque ellos han visto y experimentado lo que los privilegiados autocomplacientes de este mundo no ven ni entienden, porque les va todo demasiado bien para querer cambiar nada y no están dispuestos a aceptar un Dios que pondría en peligro su comodidad.

Finalmente está el argumento de que, si dos homosexuales se casan, tendrán derecho a adoptar niños. Muchas personas que ven bien el matrimonio homosexual se niegan a aceptar este punto. Como ya comenté anteriormente es uno de los argumentos que más se han utilizado para impedir el matrimonio homosexual.

Es un mito que dos papás o dos mamás son peores para un niño que un papá y una mamá. Siempre dependerá de qué tipo de padres sean, no del sexo de los progenitores.

Hay quien piensa que si se tienen padres del mismo sexo los hijos serán homosexuales; si así fuera, no habría nada de malo en ello, pero la realidad es que no es así. Si no, nadie nunca sería homosexual porque, hasta el momento, todos hemos tenido un padre y una madre y, sin embargo, sigue habiendo siempre alrededor de un 10% de la población que es homosexual, con lo cual nada tiene que ver con la orientación sexual de los progenitores. Además, conozco varios casos de parejas homosexuales en Estados Unidos que han adoptado hijos, e incluso son hijos biológicos de uno de los miembros de la pareja, y la mayoría de ellos son heterosexuales.

Algunos creen erróneamente que homosexualidad y pederastia están estrechamente unidos, y no hay nada que aterrorice más a nuestra sociedad y que produzca más repulsión que la violencia sexual contra la infancia. Sin embargo, pederastia y homosexualidad no tienen nada que ver; la pederastia es un comportamiento extremadamente inmaduro y enfermizo que puede darse en cualquier persona, independientemente de su tendencia sexual. Pensar que un niño, por el hecho de ser adoptado por homosexuales, tiene más posibilidades de sufrir agresiones sexuales que un hijo adoptado por heterosexuales, es calumnioso, injusto y totalmente falso.

El mayor problema para el hijo de una pareja homosexual no vendrá generalmente de dentro sino de fuera. Es muy probable que se tenga que enfrentar a la homofobia de otros niños, de otros adolescentes o incluso de algunos de sus profesores. Sin embargo, la violencia en las escuelas es algo que está a la orden del día, bien porque el niño es negro, o chino, o bajo, o gordo, o flaco, o feo, o amanerado, o no juega al fútbol, o no fuma porros, o no es como los demás. Castigar a la pareja homosexual a no tener hijos porque la sociedad es intolerante, cruel e insensible me parece un atropello y una hipocresía. A quien hay que castigar no es a los matrimonios gays sino a esas personas que hacen la vida imposible al diferente. La educación de los hijos, y sobre todo de los padres, me parece fundamental.

En resumen, no me parece que haya argumentos serios para no aceptar y respetar el matrimonio de homosexuales con todo lo que ello conlleva, al igual que no encuentro argumentos serios para pensar que los blancos tienen más derechos que los negros o que las mujeres son inferiores al hombre. Es una cuestión de igualdad y justicia.

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